En cuanto Sergio Costa vio que tenía en frente a Elizabeth Garnett, principalmente supo que Paulo había cometido la peor e imperdonable estupidez, pero también estuvo seguro de que ella era un diamante demasiado precioso y que valía mucho más viva que muerta, que sus órganos no iban a ser tan apreciados como su físico.
Inclusive, lo tentaron desmedidamente las ganas de quedársela, pero no era un hombre acostumbrado a tener que convencer a una mujer para que se metiera en su cama, mucho menos a obligarla, su ego no se lo permitía, debía ser la otra parte la que suplicara por estar a su lado.
En cuanto desistió del estúpido y banal capricho, se dio a la tarea de ofertarla en los oscuros mundos de los mercados ilícitos, e inmediatamente empezó a recibir ofertas; desde un productor norteamericano de películas snuff, las que ciertamente sí existían, pero que las autoridades todavía se empeñaban en presentarlas como mitos con buenas actuaciones y efectos especiales; algunos jeques también la deseaban; empresarios y políticos de todo el mundo, sobre todo los más importantes de Japón; líderes de redes de tratantes y muchos otros más.
Él personalmente sabía que el dicho «caras vemos, corazones no sabemos» era totalmente cierto, que más de uno se dejaba llevar por sus inusuales gustos, saltándose todas las reglas de lo apropiado para la humanidad.
Creó un grupo selecto de ofertantes e hizo una subasta. Terminó concediéndosela al mejor postor, el pago debía terminar en una de sus cuentas en Suiza, y el comprador tendría que correr con los gastos y los riesgos del traslado. Se había encargado de dejar totalmente clara la delicada situación; no obstante, el ansioso propietario de Elizabeth pactó el acuerdo.
Su responsabilidad exclusivamente se limitaba a dejarla en el puerto de Río de Janeiro, de ahí era total responsabilidad de su dueño.
Cerró el negocio, se levantó de su escritorio y fue a visitar a su apreciada mercancía, que le había sumado unos muy generosos millones de dólares en su cuenta, así como otras tantas inversiones en el extranjero.
Al entrar en la habitación se la pilló una vez más viendo las noticias, pero apagó el televisor apenas lo vio entrar, ya llevaba puesto el vestido floreado; y sí, le quedaba muy bien, los hombros parecían de terciopelo y sus ojos brillaban hermosamente. El comprador iba a estar muy contento, debía prepararla sin que se diera cuenta, porque no pretendía que se estresara, ya que por la mañana iniciaría un viaje bastante largo.
—¿Cómo estás? —preguntó acercándose con paso estudiado a la cama.
Ella seguía sin responder a sus interrogantes, sabía que todavía debía estar muy nerviosa por todo el trauma que le provocó Paulo, aunque comparado con lo que le esperaba, lo vivido hasta ahora habían sido travesuras de un niño de jardín de infancia.
Sentía cierta pena por la hermosa jovencita, pero negocios eran negocios, y cuando se trataba de dinero los escrúpulos dejaban de ser un problema.
—Dime si deseas algo.
—Lo que quiero sé que no podrá dármelo.
—Sabes que hay ciertas cosas que son imposibles, pero puedo cumplirte algunos caprichos… ¿Te provoca algo de comer? —preguntó.
—Empiezo a creer que tengo en frente a la bruja de Hansel y Gretel, que solo pretende engordarme —respondió recelosa, mirando al hombre tan alto como era.
El soltó una corta carcajada de muy buena gana, un gesto bastante seductor para cualquier mujer, pero Elizabeth seguía muy nerviosa como para sentirse atraída por eso.
—Jamás me perdonaría arruinar tu hermoso cuerpo, que supongo te ha costado mucho mantener… Pero supongo que puedes darte un placer de vez en cuando, sobre todo si tomamos en cuenta que el imbécil de Paulo no fue un buen anfitrión, y además de comportarse como un cobarde al agredirte, te hizo pasar hambre. —Se sentó al borde de la cama, y ella recogió las piernas para poner más distancia entre ambos—. Tengo una pequeña duda, ¿podrías aclarármela?
—Depende —dijo Elizabeth, estudiando cada vez más la postura de su nuevo captor, mirando las contadas canas que se asomaban en esa sedosa melena negra prolijamente peinada.
—¿Sabes quién le destrozó la cara a Paulo? —interrogó con precaución.
Elizabeth quiso gritarle que había sido su marido y advertirle que se preparara, porque seguro estaba a punto de encontrarla, y cuando eso pasara, a él lo dejaría peor.
—Fui yo. —Prefirió mentir—. Por eso me golpeó, a pesar de que era quien me tenía secuestrada tuvo que defenderse… Nunca fue bueno luchando.
—¿En serio? —preguntó maravillado.
—Sí, su error fue dejar una silla a mi alcance. —Usó un tono verdaderamente amenazante y miró de soslayo la mesita de noche a su lado.
Él sonrió de medio lado, mostrándose fascinado y al mismo tiempo teniendo la certeza de que su comprador iba a tener algunos problemas; sin embargo, sabía que podría arreglárselas muy bien.
—¿Quisieras mostrarme? —propuso.
—Prefiero que no. —Bajó la mirada.
—Podrías hacerlo, quizá descargar la rabia con uno de los chicos, prometo que no te hará daño.
—Tendría que obligarme para que lo haga; de lo contrario, no voy a entretener a nadie —determinó, sacando a flote su carácter. Podrían quebrarla, pero romperla jamás.
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Editado: 18.12.2023