Ruth no era muy sociable. A su perspectiva, se consideraba lo suficiente como para no ser acusada de maleducada.
Lo que no significó que, desde que supo sobre el embarazo, disimulara emociones que no sentía en las reuniones de los fines de semana después de misa, como fue en ese domingo en específico.
Sus ánimos no mejoraron a una semana de estamparse contra la realidad, por lo que no se sentía capaz de tolerar compañía que no era de su agrado. Menos al recordar la decepción que tuvo con Iván, al haber esperado una actitud diferente a la que se imaginó que tendría al conocer la situación.
Como su madre logró convencerla de confiar un poco en la relación, así lo hizo. Para terminar con el corazón por el suelo, y la vergüenza coronando su cabeza.
Ya no podía caminar con la frente en alto como antes. Razón por la cual recorría caminos, atajos y senderos cerca de la bahía, para sentirse un poco a salvo de la mortificación.
Después de todo, podía aún simular que era la decente Ruth Fisher que toda la comunidad quería. Pero, saber que de eso ya no quedaba nada, la destrozaba. Hasta sentía pánico cada que miraba a alguien a los ojos, por el miedo latente al qué dirán.
Pese a ser parte de la familia del sheriff, un hombre respetado y admirado fuera de su hogar, no significaba que fuera inmune a los murmullos malintencionados del sector conservador de la comunidad.
Cuyas lenguas filosas, no temblaban en hablar, para herir a aquellos que eran una escoria para la moralidad y el prestigio del pueblo.
«Cómo sucedió con los Pein».
Pensó de inmediato ella, al detenerse en seco, por el único sobreviviente de dicha familia, que, hasta esa fecha, era el claro ejemplo de la calamidad. Y que, destino o casualidad, estaba enfrente de ella.
Un joven de veinticuatro años, que siempre ocultó sus ojos con gruesos lentes de sol, y una actitud bastante intimidante, para tener a la mayoría de las personas lejos de él; por tanto, solo existían rumores sobre su personalidad y algún que otro comentario sobre su vida.
La cual, Ruth, sabía que era de las que horrorizaba a cualquier señora decente; estimulaba la curiosidad de los adolescentes; y hacía sufrir a aquellos que no deseaban ser juzgados como él. Un ejemplo de eso, ella.
—Es una zona restringida, señorita Fisher—advirtió Mark, indiferente—. Le pido que vuelva por el camino, y continúe por el otro sendero.
Ruth no se atrevió a mirarlo a la cara. Si bien él mantuvo la distancia, sabía que la motocicleta que usaba siempre, no debía estar muy lejos de ahí.
Por el horario, imaginó que Mark terminó su turno de sereno. Pese a ser fin de semana, toda la comunidad sabía que era el único que trabajaba de lunes a lunes, sin descanso, más que por el día.
Razón por la cual su apodo era «el vampiro de Juston». Ruth sabía, apenas, que era por su problema visual; sin embargo, tuvo la sospecha de que había otros motivos por los cuales él tenía ese tipo de vida diferente al de ellos.
Si era honesta consigo misma, Mark Pein logró siempre mantener su curiosidad. Solo que, distinto a otros que sí se animaron a hablarle sin temor a las represalias sociales, conservó sus límites.
Igual a esa mañana, en que la tierra mezclada con arena, a causa de muchas sudestadas, pareció haberla inmovilizado, ya que ni un paso hacia atrás pudo dar, al verlo acercarse a ella.