Con un crujido, la puerta se abrió.
Por más que su último deseo fuera estar en esa casa, el aspecto antiguo y en cierto punto fantástico de la recamara captó su atención. Se vio sumergida en la imagen de aquel cuarto medieval con cortinas rojas, cama con dosel, cuadros abstractos, muebles de roble y muñecos anticuados. Y el hecho de que todo eso fuera solo una pequeña sección en esa colosal casa la hizo sentir muy pequeña.
Desempacó sus dos maletas. Puso su ropa en el armario más grande y el uniforme de su nueva escuela en el más pequeño, que se encontraba en una esquina. Buscó unos estantes vacíos donde colocar sus libros y sus muñecos: un elefante gris, un oso de felpa marrón, un gatito dorado y una bola de nieve con un pingüino de cerámica en su interior. La niña no era lo que se dice una amante de los juguetes; ella prefería dibujar. Dibujaba muy bien y lo hacía siempre que tenía oportunidad, sobre todo desde el accidente. Dibujaba todo el tiempo, incluso en clases, por esa razón sus cuadernos se acababan antes que los del resto de los niños.
Una vez consideró todo en orden, se dejó caer en la cama y observó en silencio la cara plana del techo. No pasó mucho tiempo antes de que su mente comenzara a divagar.
Se imaginó a sí misma el día siguiente, en la escuela. Harry le había mencionado que iría a la Escuela Primaria de Almeria, junto con su prima Vicky, quien dada la casualidad tenía su misma edad y a quien Carmen había visto una o dos veces en su vida. Ni siquiera se acordaba de ella. Esa era, en esencia, la razón por la que Harry había decidido que mudarse a Almeria, donde vivían su hermano y su cuñada, era un buen lugar para empezar una nueva vida.
Pero Carmen siempre había sido una niña tímida. Solo había tenido tres amigos íntimos en su antigua escuela, y las consecuencias del accidente la habían alejado incluso de ellos. El hecho de tener a alguien de la familia en su entorno le hizo pensar a Harry que ayudaría a su hija a integrarse y, con suerte, dejar atrás el pasado. Carmen no podía estar más en desacuerdo. Para ella, el mejor regalo de bienvenida a esa casa habría sido una tormenta eléctrica que le evitara tener que asistir a la escuela el día siguiente.
“Tormenta, nieve, un derrumbe. ¡La viruela!”
Carmen observó con detenimiento cada detalle de la habitación (intentaba, en realidad, dejar de pensar en la escuela). Le gustaba la madera oscura y tallada con escrúpulo, y cómo el ambiente variaba entre distintas gamas de carmesí. Se detuvo en una gran ventana que, desde su posición, dejaba ver un cielo de un azul más oscuro.
No había indicios ni de que fuera a lanzarse un chaparrón.
No obstante, lo que llamó su atención no fue el pacifico paisaje. Lo que la animó a acercarse a la ventana fue una peculiar muñeca de trapo que descansaba sobre la corredera. La muñeca tenía ropa, muy parecida a la de Carmen, pero era a la vez opuesta. Veía su saco negro, su falda blanca y sus zapatos oscuros reflejados en la muñeca, pero los colores estaban invertidos. El cabello sintético, oscuro como carbón, le caía hasta los hombros adornado con una cinta blanca que, en el caso de Carmen, era negra y estaba sobre una cabellera que se asemejaba al color del sol al amanecer. Una línea punteada de hilo recorría la cara de la muñeca, sus brazos y sus piernas, separando así su rostro y extremidades en dos. No tenía nariz, su boca estaba cosida en una especie de triángulo equilátero sin base y tenía marcas de rubor pintadas debajo de un par de ojos azules cristalizados.
Carmen levantó con mucho cuidado la muñeca (suponía que era muy vieja y por lo tanto frágil). Alrededor de su cuello había una soga de caucho de la cual pendía una estrella de plata. Carmen pudo percatarse de dos peculiaridades antes de que el llamado de su padre le hiciera devolver la muñeca a su sitio y bajar las escaleras al trote.
Primero, el collar era demasiado grande para esa muñeca.
Segundo, en la estrella resaltaba un nombre inscripto.
Mary