—Señorita, por órdenes del primer príncipe, debe acompañarme —anunció el guardia con tono firme.
No esperó respuesta. Dio media vuelta y comenzó a caminar, asumiendo que Yin lo seguiría. Ella, sin opción, dejó el arco y las flechas a un lado y se dispuso a seguirlo, en silencio y sin objeciones.
Mientras avanzaban por los pasillos del palacio imperial, atravesando varios controles de seguridad y cruzando salas cada vez más vigiladas, Yin no pudo evitar preguntarse cuál era su destino. Habían caminado por varios minutos y aún no parecía que hubieran llegado.
—Eh... ¿Kim? —preguntó, acelerando el paso para colocarse a su lado.
—¿Sí, señorita? —respondió el guardia sin detenerse.
—Sé que esto puede ir en contra de tus órdenes, pero... ¿podrías decirme a dónde vamos?
Su voz, apenas agitada por el esfuerzo, denotaba una mezcla de cortesía y ansiedad.
—Nos dirigimos a los aposentos del primer príncipe. Él solicitó su presencia personalmente —respondió Kim con tono neutral.
Yin redujo el paso de inmediato, como si las palabras la empujaran hacia atrás.
—¿Y para qué quiere verme?
—Lo siento, señorita. No tengo permitido decir más. Espero que lo comprenda.
Yin no respondió, pero su silencio hablaba por ella. Desde su llegada a la familia imperial, el primer príncipe —quien, técnicamente, era su primo— jamás le había mostrado simpatía. Siempre la trató con un desprecio disfrazado de cortesía. Para ella, no era más que un hombre arrogante y peligroso.
Mientras se adentraban en una zona del palacio que le era completamente desconocida, Yin notó cómo la presencia de guardias se hacía más densa y rigurosa. El corazón comenzó a latirle más rápido. Algo no estaba bien.
Finalmente, Kim se detuvo frente a una gran puerta custodiada por dos soldados armados.
—Príncipe, la señorita Yin ha llegado —anunció con respeto, antes de entrar a presentarla.
Desde el interior, la voz del príncipe se dejó oír con arrogancia:
—Déjala pasar... y lárgate.
Kim asintió, hizo una reverencia y la guió hasta el interior. Yin entró con pasos medidos, agachó la cabeza en señal de respeto y cruzó las manos frente a su vientre, como dictaba el protocolo. Kim también se inclinó, golpeando con el puño cerrado la palma contraria frente al pecho.
—Su siervo se despide, alteza —dijo, antes de retirarse.
Yin se mantuvo firme, sin levantar la mirada. La habitación estaba adornada con tapices dorados y cortinas de seda roja. En el centro, el primer príncipe se encontraba reclinado en su asiento, rodeado por un par de jóvenes hermosas, probablemente sus sirvientas personales.
—¿Por qué tan callada, Yin? Vamos, no muerdo —dijo el príncipe con una sonrisa sarcástica.
Ella respiró con calma y avanzó unos pasos, manteniendo la postura y sin alzar la vista.
—¿Me mandó a llamar, alteza?
—Así es. ¿Sabes por qué estás aquí?
—No, alteza. Su sierva lo ignora.
El príncipe sonrió aún más.
—¿Por qué no tomas asiento y bebes un poco de vino conmigo? —ordenó con un gesto a las sirvientas, quienes de inmediato fueron a buscar una bandeja.
—Con el debido respeto, no creo que mi compañía sea apropiada. Su sierva no es digna de tanta generosidad —respondió Yin con frialdad, manteniendo su postura inalterable.
El príncipe se levantó de su asiento con aire juguetón y se acercó a ella. Se detuvo a escasos centímetros de su rostro, buscando provocarla. Pero Yin ni se inmutó. Su rostro era una máscara de serenidad.
—¿De verdad lo crees? —preguntó, divertido.
—¿Creer qué, alteza?
—Que soy demasiado amable contigo.
—Alteza, como le dije, no merezco su bondad —repitió con calma.
Esa frialdad borró la sonrisa del rostro del príncipe. Dio un par de vueltas por la habitación, con los pasos tensos. Luego, suspiró y se encogió de hombros.
—No entiendo por qué me molesto. Sé bien que eres así... una roca fría e inaccesible. No debería importarme.
En ese momento, las sirvientas regresaron con la bandeja y colocaron el vino sobre una mesa baja. El príncipe levantó una mano y ordenó:
—Fuera todos, excepto ella.
Las sirvientas se inclinaron y abandonaron la habitación, cerrando la puerta tras ellas. Solo quedaron los guardias apostados en el exterior.
El príncipe, entonces, sonrió con renovado entusiasmo.
—¡Bien! Ahora que estamos a solas, disfrutemos de una charla agradable —dijo mientras se acomodaba en su asiento y señalaba el lugar frente a él, invitando a Yin a sentarse.