Más allá de las sombras.

Capítulo 13 – El Fuego y los Ecos

Estando en la cima de la montaña, con la carga del alma un poco más liviana —aunque aún lejos de la libertad total—, el atardecer se derramaba sobre las piedras como una promesa rota. La luz se desvanecía, y la serpiente, con voz de fuego y mirada antigua, le dijo:

—Busca leña, esta noche dormiremos aquí.

Elkin obedeció y se adentró en la espesura cercana. Mientras recogía ramas secas y hojas crujientes, algo en él se quebró... o se unió. Sintió una vibración antigua, una armonía que no nacía del oído, sino del pecho. Por primera vez, no se sentía distinto al viento, ni ajeno a la tierra. Se volvió parte del todo y de la nada, como si el universo le dijera al oído: “Eres yo, y yo soy tú”.

En ese instante entendió que no somos entes separados, sino chispas de un mismo fuego eterno. Que el alma no es propiedad, sino extensión. Que ser uno con el universo no es perderse, sino recordarse. Es como si el silencio del bosque hablara, y dijera: “cuando dejas de luchar contra la vida, la vida te abraza”.

Al regresar al campamento, la serpiente lo esperaba, enrollada con paciencia de siglos. Elkin acomodó la leña en círculo. Fue entonces cuando la serpiente, danzando apenas con su cola, liberó una llama azulada y dorada —una mezcla celestial entre lo salvaje y lo sagrado—. El fuego nació sin chispa, como si obedeciera a un mandato divino. Ardió en forma de espiral, y el aire se llenó del aroma de algo antiguo... como si el pasado se deshiciera en humo.

Ya era noche cerrada.

—Siéntate, Elkin. Mira el fuego.

—¿Qué debo ver? —preguntó él.

—Ahí está tu siguiente prueba.

Elkin fijó la mirada en las llamas, y se perdió.

“El fuego no juzga, purifica. Quema las máscaras, expía los pecados, y deja solo ceniza... o verdad.”

Y entre los destellos, llegaron los ecos.

El Eco de las Muertes que Nunca Olvidó

Gritó al fuego como quien desentierra tumbas con la lengua:

—¡Vi sus ojos! ¡Vi el futuro que les robaron! Caían... uno a uno... ¡Yo estaba ahí! Pero una parte de mí no... no reaccionó...

Y el eco volvió con rostros sin ojos, con gritos silenciados, con cuerpos que aún pedían descanso. No eran recuerdos: eran heridas abiertas, repitiendo su caída. El fuego los mostraba uno a uno, como fantasmas danzando en llamas.

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El Eco de las Decisiones Egoístas

—Las mujeres... las usé como vendajes para mi vacío. Mentí con sonrisas. Dije amor sin saber su forma...

Y el eco fue una pregunta:

—¿De verdad no sabías amar, o solo temías hacerlo?

Cada rostro volvió, no con rencor, sino con verdad. No eran ellas quienes le fallaron: fue él quien huyó de sí mismo.

El Eco de la Guerra Interior

—La guerra me hizo otro. No sé si mejor o peor. Pero ya no me reconozco...

Y el eco respondió:

—¿Qué hiciste con ese hombre roto que ves en el espejo?

El fuego le mostró su reflejo, fragmentado. No era monstruo ni héroe. Solo un hombre... intentando reconstruirse.

El Eco del Miedo a la Vulnerabilidad

—Nunca mostré debilidad. Siempre firme, siempre fuerte. Pero tenía miedo... de no ser suficiente.

Y el eco fue una carcajada amarga:

—¿Quién te cuidó a ti, Elkin? ¿Quién sostuvo tu alma?

El fuego lo desnudó. Le quitó el uniforme. Y bajo todo eso... solo quedaba un hombre cansado de fingir.

El Eco de la Culpa No Redimida

—Callé cuando debía hablar. Vi lo oscuro... y miré hacia otro lado. Pensé que así me salvaba...

Y el eco, suave como un veneno, dijo:

—¿Y ahora, quién redime tu silencio?

El fuego no lo acusó. Solo mostró. Y eso fue peor.

Intentó pedir ayuda. Gritó. Suplicó. Pero no hubo respuesta. Solo él y el fuego. Solo él y sus ecos.

Y fue entonces cuando comprendió: nadie puede luchar esta guerra por ti. Nadie salva a quien no decide salvarse.

Superar los ecos no es olvidar, es mirarlos de frente. Es aceptarlos, y luego soltar. Es entender que los errores no son cadenas, sino escalones. Que el pasado no se borra, pero puede transmutarse. Que uno no se redime con castigo, sino con verdad.

Cuando abrió los ojos, el fuego aún ardía, pero en su pecho algo había cambiado: ya no dolía igual.

El amanecer se posó sobre la cima.

La serpiente lo miró con ojos brillantes.

—Buen trabajo, Elkin. Alista, que nos vamos.

Y sin decir más, bajaron de la montaña...

con menos carga,

y un poco más de alma.




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