Los doctores y enfermeras del hospital universitario del pueblo de Penrith, entraban y salían del pabellón oncológico. El bullicio, risas y llantos provenientes del ala infantil, hacían que el lugar se viera menos deprimente, eche un vistazo al lugar y vi a lo lejos la familiar y cansada silueta de Margaret. Quizá la única persona que sufría tanto o más que yo cada vez que pisaba el pabellón. Suspiré y apure el pasó en su dirección.
— ¡Margaret! — corrí los pocos pasos que me separaban de ella — Margaret, estoy aquí. Vine lo más rápido que pude.— mi respiración poco agitada combinaba perfectamente con la apariencia de interna de primer año; ojerosa, con un líquido de dudosa procedencia encima de mi pijama quirúrgica y mi despeinado cabello atado en una coleta mal hecha.
Los tristes y cansados ojos de Margaret me dijeron que algo no estaba bien, sentí mis piernas flaquear, las esquinas de mis ojos se humedecieron al momento en el que mi suegra negaba con la cabeza.
No había funcionado. La quimioterapia no había funcionado.
Margaret me abrazo y el terror recorrió cada fibra de mi ser. Con manos temblorosas intenté abrazarla, pero de mi cabeza no salían los ojos de mi suegra. Noah, mi Noah ¿Estaba....
—Está vivo, Lia— sollozó, mi cuerpo se relajó al momento de escucharla. Estaba vivo, solo era una recaída, él estaba bien. Mi Noah estaba vivo. Y agradecí a Dios por otra oportunidad
—Pero no por mucho.— agregó antes de volverse un mar de lágrimas. Me separare de su abrazo y la mire sin comprender lo que decía —La doctora Cho ha dicho que se ha expandido por todo el cuerpo. Está en sus pulmones, en el riñón, en el estómago... —tomó una pausa y miró la puerta de la habitación 2901. Supe que Noah estaba ahí —Por todas partes — susurró esto último casi que para ella misma.
— ¿Qué? ¿Como es que...? — Mi voz salió más baja y temblorosa de lo que tenía planeado que sonara. Vi a la doctora frente a mi, sus ojos tenían la misma tristeza que la de mi madre cuando me explico que mi padre no regresaría. La pena nublaba sus ojos, le dolía. Noah le dolía. Aun así, se esforzó para darme una sonrisa pequeña. Tan pequeña que fue casi imposible de ver, pero la vi. Sabia que detrás de esa sonrisa había un lamentable «No hay más nada que hacer» Lo sabia porque había tenido que sonreír de la misma manera meses antes cuando perdí a mi primer paciente. Asentí con lágrimas bajando por mis mejillas.
—Pensamos que la quimio estaba funcionando, doctora Ross — Hablo la oncóloga en mi dirección. Margaret se había perdido en si misma, como hacía cada vez que la Dra Cho nos hablaba del estado de su hijo. — Quiero creer que Noah tiene un umbral del dolor muy alto o ha estado ocultándolo durante mucho. La señora Hudson me ha dicho que lo encontró inconsciente, con fiebre y vomito sobre la cama.— Me tendió un sobre con lo que parecía ser unos estudios, saqué las placas de acetato y las puse a contra luz. Estaba por todas partes, pequeñas y grandes deformidades se encontraban en la mayoría de los órganos de Noah. Trague saliva antes de volver mi mirada a la doctora.
—¿Cuanto...— quise terminar de hablar, quise preguntarle a mi titular cuanto tiempo le quedaba a mi novio. Quise preguntarle si había posibilidad de otro estudio clínico, quise preguntarle si se habían equivocado, si el tomógrafo estaba averiado y estos estudios eran inconclusos, pero yo sabía la verdad. Veía a Noah cada día ocultar el dolor en su cuerpo, pero quise creer que era la quimio. Vi a Noah desmayarse un par de veces y no querer comer, quise creer en la ciencia, pero yo sabia. En mi interior sabía que no era la quimioterapia y Noah, mi Noah; también lo sabía.
Respire profundo antes de volver a la doctora Cho, — ¿Cuanto tiempo, doctora? — susurre mirándola a los ojos, rogándole en silencio que me dijera que a Noah le quedaban muchos años, pidiéndole a ruegos que me dijera que era una broma de mal gusto y que todo estaba bien, pero ella lo dijo y entonces, se volvió real.
—Unas semanas, un mes y medio, todo depende de cuánto pueda soportar el — Margaret, que en algún momento de mi conversación con la oncóloga había cogido mi mano, la apretó tanto que creí que perdería mis dedos. Negué con mi cabeza lentamente. Un mes... — Lo siento mucho chicas, quisiera poder hacer más — Cristina Cho, la oncóloga de Noah, nos dio un leve abrazo y se marchó, dejándonos a Margaret y a mi, en medio de un pasillo que ahora parecía vacío, sin el ruido de los pequeños del ala infantil, sin el bullicio de las enfermeras al entrar y salir de las habitaciones y aunque en el fondo sonaba la campana anunciando que alguien había entrado en remisión, el pabellón; se sentía sin vida. Sin un ápice de felicidad, sin Noah.
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