El fin de semana llega un milenio después, y esta vez mis padres sí pueden venir a buscarme. El auto sigue funcionando como la mierda, pero va a sobrevivir. Tanto mi papá como mi mamá decidieron ir, dejando a mis hermanos a su suerte. O tal vez a cargo de la vecina. Me despido momentáneamente del hermoso paisaje a través de la polvorienta ventana del auto.
—Bueno hija —comienza a decir mi madre—, ¿cómo te fue?
—Bien, me encanta todo.
—¿Absolutamente todo? —pregunta mi padre.
—Sí.
Ambos insisten en sus preguntas, así que terminan sabiendo por completo toda la parte educativa. Materias, profesores, horarios. Y todo me encanta. O al menos eso les digo.
—¿Y ya hiciste amigos? —mi madre está pelando una pera mientras habla, rara vez la veo quieta cuando estamos en el auto.
—No.
—¿Ni siquiera hablaste con la otra chica?
—No.
Se estarán preguntando por qué soy así con mis padres. La cosa es que, si les digo que hice algunas amistades, ellos querrán saber todo sobre esas personas. Nombre, apellido, dirección, número de teléfono, descripción detallada de personalidad y de qué trabajan sus padres. Y prefiero decir no una vez, que no sé unas quinientas veces. Igualmente lo sabrán en algún momento, después de todo son mis padres.
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Ya en casa, a la hora del almuerzo, mis hermanos preguntan el triple de cosas.
—¿Tienen pizza en el comedor?
—Sí.
—¿Los profesores te pegan?
—No.
—¿Los alumnos te pegan?
—No.
—¿Te dejan ir al baño en clases?
—Sí.
—¿Tienen rejas en las ventanas?
—No.
Sólo guardan silencio cuando mamá enciende el televisor, poniendo de inmediato un canal de dibujos animados. Yo también quedo embobada mirando, porque hace más de dos semanas que no miro la tele. Incluso me olvido de seguir comiendo, hasta que mamá nos recuerda que la comida no está de decoración.
—Judy —dice mi hermano Joel—, te extrañé mucho.
—Yo no —interviene rápidamente Oliver—. Ahora tengo la habitación para mi solo.
Creo que es hora de hablar un poquito de ellos. Como habrán notado, Joel es una ternura. Apenas tiene seis años, y es más cariñoso de lo que yo o cualquiera de mis otros hermanos fuimos a su edad. Por otra parte, Oliver es un diablo. Él no me soporta y yo no lo soporto. Fran era mejor compañero de cuarto, porque no hablábamos nunca; ahora está en la universidad, así que no sé nada de él.
Después de comer, subo a mi habitación para dormir o usar la laptop o lo que sea. Lo que me encuentro al abrir la puerta es la guarida de un niño de once años que tiene problemas de fanatismo por la guerra. Su cama y casi toda la ropa tienen estampado militar, y hay soldaditos de plástico por todos lados, incluso en mi cama (especialmente en mi cama). Los tiro todos al piso e intento juntar la mayor cantidad posible para que no me pinchen los pies al caminar.
Ninguna de mis cosas está fuera de lugar o dañada, lo que supone un buen comportamiento por parte de Oliver. Eso me deja sin nada para hacer, excepto dormir. Y, por primera vez, toda mi familia me deja dormir la siesta. Privilegios de internado.
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Los privilegios no duran tanto tiempo, ya que mamá me despierta para que vaya con Oliver y Joel a la plaza segura. Papá está trabajando, y ella quiere reacomodar los muebles por enésima vez en el año, así que el título de adulto responsable recae en mí (a pesar de que, la mayor parte de las veces, sigo siendo una niña).
—Y necesitas despejarte un poco ¿verdad? —añade. En realidad no, pero no le digo nada, solo asiento.
Es un tanto extraño como aliviador el poder llevar la ropa que quiera. En Murray, incluso los fines de semana hay código de vestimenta, el cual excluye los pantalones rosas a cuadros y los hoodies con capuchas en forma de oso panda que llevo ahora mismo. Y además tengo el pelo suelto hace casi veinticuatro horas. No es mi estilo favorito, pero mi cuero cabelludo necesitaba descansar un poco.
Joel y Oliver corretean delante de mí en el camino a la plaza segura, apuntándose con sus armas de juguete que hacen ruidos irritantes. Oliver siempre soportó a Joel porque es el único con el que puede jugar, así que nunca nos preocupamos por si se le ocurría raparle la cabeza o hacer que se comiera un soldadito de plástico.
La plaza segura, la que no tiene vendedores de droga, está atestada de gente a estas horas. Varias de esas personas son padres amigos de los míos, e incluso me encuentro con mi tía. Son muchos los que, por alguna razón, se compadecen de mí en cuanto a todo eso del internado de chicos. No los contradigo ni me defiendo, porque me sirve para que mi tía cuide a mis hermanos.
—Ve a disfrutar de la tarde, Judy, yo me encargo de los pequeños —me dice con una sonrisa. Yo asiento y me alejo un poco de los juegos para niños. Mi primera idea es irme a casa y seguir durmiendo, pero mamá me retaría por dejar a mis hermanos solos. Pensándolo bien, tendría razón en retarme, así que me quedo en la plaza.
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Editado: 16.07.2022