Más que nada: dos chicas en una escuela de chicos

CAPÍTULO 13

La almohada me está cortando la respiración, pero no quiero levantar la cabeza hasta que todo se evapore y deje de existir. Sé que si me alejo un poco, veré la enorme mancha de mis lágrimas y me pondré a llorar de vuelta. Agradezco estar tan mareada, porque así no puedo pensar correctamente. 

Aquello que hubiese sido el peor día de mi vida, se convirtió rápidamente en una semana. La simple acción de caminar por un pasillo se convirtió en una tortura. Debía correr, despeinarme el pelo y bajarme la pollera lo máximo posible para creer que se iba a solucionar. Pero no lo hizo, a pesar de mis esfuerzos descomunales. 

—A mi también me pasa eso, desde el año pasado —me había contado Samey aquel primer día, cuando por fin pude volver a nuestra habitación. 

—¿Por qué no me lo dijiste? —se encogió de hombros y volvió a tirarse en la cama. Su uniforme arrugado permanecía en un rincón, gris y triste como su dueña. Presentí que el corte de cabello fue la gota que derramó el vaso. El mío estaba a la altura de mi cuello, y con los rizos se veía aún más corto. Ella antes lo tenía hasta la cintura, así que seguía siendo largo a pesar del corte, pero se notaba la diferencia. Sobre todo en su cara. 

Los días siguientes fueron lo contrario a aquello que quise predecir.

No se les pasó. 

De hecho, fue peor. En el mismísimo segundo en que me quedaba sola, cualquiera fuera el motivo, comenzaban. El segundo día sumaron saludos a las miradas, recibí un millón de “Hola” que creí inocentes, a pesar de que me molestaban. Me enojaba mucho la entonación de sus palabras y, claro, la forma en que me miraban. 

Más tarde comenzaron los halagos, como diría alguien que no sabe de qué habla. Si Harold y Jerry se iban al baño, o a otra clase, o a donde quiera, era el paso para recibir cumplidos que nunca pedí. La mayoría intentaban ser amables, otros tenían cierto dejo de doble sentido, pero ninguno se pasaba de la raya. Y aún así me sentía incómoda. 

Ya lo reflexioné mil millones de veces, pero no logro llegar a la conclusión. ¿Es culpa mía? ¿Me lo estoy imaginando? Porque nadie a mi alrededor parece pensar que esa situación es extraña o fuera de lo común. Veo a algunos de mis compañeros quedarse muy serios, pero nadie ha dicho nada. ¿Debería comprarme una pollera más larga? La que tengo ahora cubre bastante bien, y nunca me olvido de ponerme un short debajo, y tampoco es que simplemente pueda encargar otra. Nos las hacen personalizadas, por nuestra obvia situación de minoría, lo que significa dos cosas: caro y lento. 

No sé cuando, porque sinceramente no intento recordarlo, empezó lo físico, lo cercano. No hay nadie en el pasillo, y aún así me chocan, rozan mi brazo, o lo que sea. Es muy diferente a cuando intentaban que me cayera al piso en primer año.

Ahora deseo que al menos me hagan bullying como esa vez, cualquier cosa con tal de terminar esto. Que me miren con odio y no con… lo que sea eso. 

El fin de semana me fui casi corriendo al auto de mis padres. Fingí dormir para evitar las preguntas, y me encerré en mi habitación. Dormí la mayor cantidad de tiempo posible para no pensar, y comí lo suficiente para ahogar. Ahora me doy cuenta que quizá mi subida de peso se da por mi poca capacidad de pensar los problemas. En realidad, me lo dijo Samey, aunque con otras palabras. 

Mi madre se iba a hacer no sé qué cosa el domingo por la mañana, y mi padre trabajaba. A pesar de la presencia de mis dos hermanos, sentí un alivio impresionante. Sola por fin, sin gente de mi edad ni adultos. 

Lo primero que hice fue ir al cuarto de mis padres, porque tiene un enorme espejo de cuerpo completo. Oliver y Joe jugaban o veían la tele en el salón, no pude distinguir bien qué hacían. Saqué una maleta de debajo de la cama y la puse contra la puerta para evitar sorpresas. 

Y entonces me quité la ropa. 

La ropa interior blanca permaneció en su lugar. La chica del espejo todavía no era (es) lo suficientemente valiente. Aquellos ojos marrones que siempre miraban del cuello hacia arriba se animaron, por fin, a bajar. Y fruncí el ceño.

¿Se habían vuelto locos mis compañeros solo por eso? 

Apenas se veía bien la forma, era todo flojo y sin muchas curvas. Comparé la parte más ancha de mis piernas con mis hombros; como sospechaba, tenía forma de pera. De pera rara. A pesar de todo el ejercicio que hice en verano, mi cuerpo no parecía el de una deportista. Estuve ingiriendo cantidades industriales de comida, así que no debería sorprenderme. 

Me di vuelta para verme de costado, y entonces entendí un poco mejor. No era impresionante, pero el maldito uniforme hacía que mi trasero se viera más grande de lo que era. O quizás verme sin ropa hacía que todo pareciera distinto, no sé, pero definitivamente mi compañera de escuela me supera por creces en ese ámbito. Lo mío era la delantera. Al igual que lo otro, tampoco era para tanto, pero si nunca ves algo así, te llama la atención. Eso me hizo desear con más ganas golpear a alguien. 

Y es por eso que ahora estoy llorando. 

La mirada de Samey era gélida y estática. Llevaba el cabello atado en la nuca y caía por uno de sus hombros, igual a cómo yo lo usaba cuando tenía el pelo así de largo. Era apenas una caminata de dos minutos hasta el edificio de clases, pero se nos hacía eterna. Con ella nada cambiaba, es más, se hacía peor. Si fuera un tema de matemáticas, sería acoso al cuadrado. 




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