Y ahí estaba yo, sentada en la cocina y con un vaso de cerveza en la mano. Allí todo olía a alcohol y humo, mezclado con la brisa que pasaba por la amplia ventana a mi lado.
Como siempre, vamos a retroceder un poco en el tiempo para explicar.
Sin describir los meses anteriores, llegamos a abril. Un mes de mierda, porque llueve todo el día. Durante casi todo ese tiempo nos vemos obligados a ir a clases caminando por el sendero de cemento que da la vuelta a toda la residencia, porque el pasto mojado resbala mucho. Es un desastre de personas, demasiadas para un sitio tan estrecho. Pero ese no es el punto.
El punto es que en abril llegó el cumpleaños de Samey, y más o menos teníamos algo pensado. Por suerte, recibí un poco de ayuda de sus amigos pero, como siempre, no me acuerdo de sus nombres. El caso es que se venía el gran día.
Mi madre me dejó en la puerta de su casa luego del almuerzo. Llevaba una bolsa de cartón con su regalo. La casa era del mismo tamaño que la mía. O sea, pequeña, pero en vez de dos pisos tenía solo uno, así que parecía un poco más grande. La pintura estaba algo descuidada y había muchas partes del patio que no tenían pasto. Yo ni siquiera tenía patio. Mi casa era una especie de dúplex pegado a otros dúplex.
Me abrió una chica que al principio pensé que era Samey. Luego me di cuenta que la chica era en realidad una mujer, con la piel un poco más morena y rasgos del Medio Oriente. O quizá de la India. Ahí entendí un poco mejor las raíces mezcladas de Samey.
—Ah, hola, ¿eres la amiga de Samey? —se veía algo desconcertada. Esbocé una sonrisa cordial.
—Sí, soy Judy.
Me abrió la puerta.
—Pasa, ella está aquí —y ahí estaba Samey, en el salón—. Nosotros ya nos vamos.
—Ah…
—Te dije que abría yo —protestó Samey al darse cuenta que yo ya estaba adentro. La mujer ignoró el comentario y entró a una habitación.
Más tarde, salieron de otras habitaciones tres niños y un hombre, junto a la mujer. Intercambiamos algunos saludos y se fueron. Se me hizo raro ver que llevaban maletas.
—Se van de vacaciones —explicó Samey, luego se tiró en el único sofá del salón. Estaba muy cerca del televisor, y más atrás había una mesa de comedor.
—¿En abril? ¿En tu cumpleaños?
Se encogió de hombros.
—No nos caemos muy bien.
—Entonces haces la fiesta porque no están.
—Obvio.
Aparté sus piernas y me senté en el sofá junto a ella, y me animé a preguntar:
—¿Quiénes son?
—Mi familia —no pudo soportar por mucho tiempo mi mirada ante su evasiva—. Esa tipa es mi hermana mayor, el otro es su marido y el resto son sus hijos.
—Ah…
—Lo estás preguntando en tu mente, ¿verdad? —enarcó una ceja y yo asentí, con cierta vergüenza—. Una está muerta, el otro no sé.
¿Cómo se supone que respondes a eso? Miré a Samey por unos segundos, tratando de pensar en las palabras correctas. No las encontré, así que decidí callarme y mirar lo que fuera que estaba en la televisión. Era un reality de bajo presupuesto. Lo vimos por unos cuantos minutos hasta que me acordé.
—Te traje un regalo —levanté la bolsita de cartón, captando la atención de Samey.
—Ya me preguntaba qué era —se incorporó hasta quedar sentada, y le di el regalo.
Era un top blanco sin mangas, con dos tiras gruesas. Por detrás tenía una franja de tela transparente. No sé cómo, pero cuando lo vi supe que era para ella. Además, le atiné al talle.
No sonrió, pero la vi contenta. Analizó la prenda por unos momentos.
—Me lo pondré hoy —concluyó, leyéndome la mente.
Habiendo roto el hielo, nos pusimos en marcha. Como dije antes, las cosas estaban más o menos planeadas. Eso quería decir que teníamos una idea general. Los detalles venían en ese instante.
Samey limpió el piso y guardó los objetos de valor o frágiles en las habitaciones. Como no tenían llave, decidimos poner una silla al principio del pasillo, y yo elaboré un cartel que prohibía el paso. Esperamos que funcionara.
Yo me encargué de armar una lista de canciones. Literalmente todo lo que escucho me lo han recomendado mis amigos, así que me guié por lo más popular que salía en Internet. Uno de los amigos de Samey traería un parlante, así que se encargaría él de poner las canciones que yo eligiera. Otro de ellos se había encargado de las invitaciones, y de alguna forma lograron que cada invitado pagase una pequeña suma de dinero para comprar las bebidas. Llegaría en cualquier momento, y ahí entraba mi trabajo.
Más o menos a las seis de la tarde estaba yo guardando todo en la heladera. La cocina era mi reino y yo temía que me fueran a robar las bebidas.
—No seas idiota, nadie va a hacer eso —me dijo Samey.
—¿Y si lo hacen?
—Están en mi casa, nadie va a robar nada.
Tuve que confiar en que eso era cierto. Seguían faltando varias horas para la llegada de la gente, pero ella ya estaba distraída con sus otros dos amigos. La cocina estaba un poco más aislada del resto de la casa, apenas se veía algo del salón desde la entrada sin puerta. Como punto a favor, al menos era espaciosa.
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Editado: 16.07.2022