Máscaras

Un libro Peligroso

Al llegar a su habitación, Nathaniel se sentó en la cama y abrió la caja con cuidado. Examinó el libro un momento, estaba polvoriento, pero era claro el motivo. Pensó que quizás Damián tenía miedo de romperlo si se ponía a limpiarlo. Después de tomar un respiro, extendió las manos para sacarlo de la caja y sintió un dolor tan intenso en la palma derecha que lo hizo soltar un grito. La sangre comenzó a correr entre sus dedos, los cerró deprisa, colocó la mano contra su pecho y la envolvió en la camisa que llevaba puesta.

—Ya veo, si eres de ella —desdeñó furioso mientras se levantaba.

Buscó en los cajones y sacó unas vendas que Abraham le dejó en caso de tener un incidente. Se cubrió la mano tan fuerte como pudo, pero por más que apretaba y mantenía el puño fuertemente cerrado, la sangre no paraba de fluir entre sus dedos.

—¿Qué rayos sucedió ahora? —interrogó disgustado—. Ya debería haber dejado de sangrar y ¿Por qué rayos duele tanto?

Descubrió que al alzar el brazo el fluir de la sangre disminuía, aunque no paraba de un todo. Se sacó el cinturón y se hizo un torniquete en el antebrazo, pero ni siquiera eso funcionaba. Comenzaba a sentirse mareado, cuando se dio cuenta de que no podría resolverlo solo, pero era tarde para buscar ayuda. No llegó a tocar el pomo de la puerta cuando se desplomó en el suelo sin poderse levantar. Sentía el frío venir desde dentro de su cuerpo; ya no podía mover las piernas y escuchaba en su cabeza la fuerza con la que su corazón latía. La vida se le escapaba. 

Permaneció tendido y resignado a esperar que su cuerpo se desangrara. Lo último que pudo ver fue la oscuridad rodeándolo por completo, ya no estaba consciente de nada. 

Despertó, con la cabeza en el regazo de la dama más hermosa que jamás hubiese visto. Estaba atónito, no tenía palabras para describirla, tenía que estar muerto, no podía haber otra explicación. Murió y ella era un ángel, o tal vez la muerte no era el monstruo que muchos describían. Estaba por abrir la boca cuando ella negó con la cabeza y colocó su dedo sobre los labios del príncipe en señal de silencio. Nathaniel quedó pasmado al darse cuenta de que podía sentir el dedo sobre sus labios. 

Levantó la mano para llevársela a la cara y se dio cuenta de lo profunda que era la herida de su palma. Casi logró atravesar su mano, descendía desde su dedo índice hasta el lado opuesto de su muñeca, atravesando toda su palma. Escuchó entonces la voz dulce de la dama, tan parecida a la de su madre.

—¿Quieres oír una historia, príncipe? —interrogó mirándolo cariñosa, con sus profundos ojos azules.

Nathaniel asintió con la cabeza para no pronunciar nada y comenzó a escuchar atentamente la historia que la dama le contaba. Sin embargo, no parecía entenderla de un todo, sino pequeños fragmentos. La dama de vez en cuando le acariciaba el cabello, o las mejillas, mientras que él poco a poco comenzaba a adormecerse. Quería poner atención, parecía que la historia realmente no llegaba a sus oídos y el sueño era demasiado fuerte para luchar. 

Las últimas palabras que alcanzó a oír antes de quedarse dormido, serían las únicas que recordaría. Ya con los ojos cerrados sintió como la dama le sujetaba la mano derecha y pasaba sus dedos sobre la palma herida.

—Mi deseo no es que te lastimes, Nathaniel —dijo en tono maternal—. Debes tener más cuidado. No es de ti de quien protejo mis secretos, si es saberlos lo que quieres, te los mostraré. 

Cuando su voz se apagó de un todo, Nathaniel se durmió profundamente. Lo despertaron los gritos de angustia de Abraham mientras lo sacudía, solo un momento después.

—Me duele la cabeza, Abraham —se quejó disgustado—. Deja de gritar.

—Ay, gracias al cielo —exclamó el hombre aliviado—. Pensé que estaba muerto.

—¿De dónde sacas esas ideas? —interrogó mientras se sentaba. 

—De la sangre salpicada en todos lados y el charco junto a usted —respondió Abraham furioso.

Nathaniel abrió los ojos y miró con sobresalto lo que el visir le decía. Levantó su mano y se observó la palma. Allí estaba la cicatriz, casi desvanecida, parecía de hacía muchos años.

—No lo soñé —murmuró sorprendido.

—¿Soñar qué? —interrogó Abraham preocupado—. ¿Dónde está la herida, majestad?

—Ya… se cerró —respondió mirándolo en medio del asombro.

—Eso es imposible —reprochó enseguida—. Esta sangre aún está fresca.

Abraham descubrió que la expresión del príncipe era de completo desconcierto, los arabescos se movían con agitación, tomando un poderoso púrpura, que contrataba con el violeta claro de la base. Él estaba tan asombrado como cualquiera. Abraham lo examinó con cuidado mientras Nathaniel miraba a su alrededor y se aseguró de que no estaba pálido, al menos donde podía notarlo. Tomó la mano del confundido príncipe y se percató de que la herida de verdad estaba cerrada y mejor que curada.

 —Acaso esa sangre… ¿Esa sangre no es suya? —interrogó mirándolo confundido.

—No estoy seguro.

—Majestad, ¿qué fue lo que paso? —interrogó Abraham angustiado, tomando a Nathaniel del rostro para que lo mirara.

—No puedo decírtelo —respondió asustado y la máscara se oscureció.



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En el texto hay: fantasia, principes, mascaras embrujadas

Editado: 13.06.2023

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