—Maestra, lo he metido porque le ha dado un golpe a uno de sus compañeros.
—¿Cómo que un golpe? —preguntó la profesora—. ¿Y el otro niño? ¿Se encuentra bien?
—Sí, no le ha sucedido nada grave —explicó el maestro—. Pero estuvo a punto de golpearlo de nuevo con una piedra.
El profesor de educación física era robusto, moreno, alto y con una voz tan gruesa que Jayson soltó a llorar la primera vez que lo escuchó hablar.
Creí que era muy regañón y los niños no dudaron en sentirse cohibidos ante su presencia, pues sí que parecía demasiado intimidante. Sin embargo, él resultó ser muy amable, divertido y tenía muchas ideas para aumentar las capacidades fisiológicas de los alumnos por medio de juegos recreativos. Incluso recuerdo que una vez organizó un programa especial para incluir a los padres en una actividad física junto a sus hijos.
Los niños al principio no le tomaron confianza, puesto que al inicio del año mandó un maestro sustituto con el cual los pequeñitos se habían acostumbrado, pero con el tiempo lo aceptaron, incluso se alegraban cada vez que lo veían en el pasillo. Era buen maestro pues era capaz de trabajar bajo cualquier circunstancia.
Así que a pesar de las apariencias, el profesor tenía mucha capacidad y dominio de la materia. Ejercía autoridad y mucha disciplina, pues los niños acataba sus órdenes con mucho entusiasmo.
Pero el caso de Matías, obviamente era distinto.
-¿Qué? -exclamó la maestra con sorpresa-. Matías, ¿qué es eso? ¿Por qué estás golpeando a tus compañeros?
El aludido ni siquiera miraba a la profesora, se balanceaban de un lado a otro mientras el maestro le sostenía la mano en la puerta del aula. Aguardamos un segundo, pero comprendimos que nunca recibiríamos una respuesta concreta.
—Se lo vengo a dejar, maestra, está castigado -y con eso último, le dió un breve empujoncito al pequeño para que entrara al salón, después cerró la puerta y regresó al pateo con el resto de los niños.
—Ay, Matías... —se quejó la profesora.
Él se quedó de pie un momento observando una de las paredes. Finalmente, la maestra dijo:
—Voy a hablar con su mamá. No está bien que trate así a sus compañeros. Siéntese, Matías.
Y él, sin que le afectará tal amenaza se sentó tranquilamente en su lugar.
Aquello no fue la primera vez que presencié una experiencia similar con el pequeño, y educación física era de menos la materia con la cual Matías batallaba.
Recuerdo una vez, en el que decidí estar presente apoyando al profesor. No tenía ningún material o encargo que hacer ese día, así que decidí salir con los niños por si ahí se me necesitaba. Pues bien, al salir observé a todos los alumnos al rededor del profesor, en un pequeño círculo haciendo ejercicios de estiramiento para calentar. El pateo era un poco grande, de piso sin pavimentar junto a unas oficinas de la institución. Al fondo a la derecha estaban los juegos, tres columpios, una resbaladilla y un pasamanos. Había una entrada al huerto de la escuela y el resto, al lado contrario de los juegos, un terreno que trataba de un espacio abierto con cerca para evitar que los pequeños salieran a la calle.
Todo esto el profesor lo aprovechaba al máximo, organizaba carreras y juegos que comprendí que favorecían a su sistema fisiológico.
Pero a un lado, en una esquina de concreto, muy alejado del grupo, se encontraba aquel niño de cabello negro con un mechón de pelo como antena parabólica.
Me acerqué, tomé el brazo de Matías y le dije:
—Matías, tú no debes estar aquí.
Él miraba la pared de concreto del edificio, observando un camino de hormigas con la cabeza recargada en sus regordetas manitas.
—Matías, vamos con el maestro.
—No.
—¿Cómo de qué no? Si no es hora de recreo, pequeño. Tú ahora tienes que estar con el profesor.
—¡Mia! ¡Mia! —dijo señalándome la columna de hormigas.
—Ah sí, ya las veo. ¿Qué son? —creí que si le llevaba la corriente al final lograría unirlo al resto del grupo, sé que anteriormente había intentado la misma estrategia para hacerlo entrar al salón pero confiaba en que esta vez podría funcionar.
—Ormia —respondió.
—Oh, ya veo —me agaché—. ¿Te gustan las hormigas, Matías?
No me respondió. De nuevo, se había enfocado tanto en lo que veía que otra vez, fui invisible a sus ojos.
Suspiré. Ya comprendía que Matías no me ignoraba a propósito, pero era imprescindible que él se uniera al resto del grupo, en primer lugar, porque él debía aprender a no hacer solo lo que quería y cuando quería, pues tener autismo no significa hacer lo que tú quieras sin que nadie interrumpa; en segunda, la ley de inclusión nos obliga a todo docente a planear las clases con tal de que todos los niños del grupo participen en las mismas actividades sin excepciones. Parece una buena estrategia para erradicar la discriminación, ¿no es así? Pues la cosa se complica cuando se trata de un niño que no quiere participar por el simple hecho de no querer hacerlo. Así que, ¿qué hace un docente? Pues no le queda más de otra que ser diligente, persuasivo, insistente, constante, o aplicar cualquier estrategia con tal de hacer que todo el grupo actúen a la par.
—Ven, Matías, vamos con el maestro.
Lo abrazé por atrás y como ya he explicado, él se hizo lo más pesado posible para que lo dejara en el suelo. Afortunadamente ya había tenido práctica y aunque me costó llevarlo con el resto de los niños, pude hacerle un espacio en el grupo.
El profesor me miraba divertido, pues varias veces intenté ver si Matías se mantenía de pie por su cuenta, pero cada vez me ví en la obligación de sostenerlo entre mis brazos para evitar que se restregara por el suelo sucio de terracería.
—Mejor suéltelo maestra, se va a lastimar la espalda —y vaya que me lastimaba, en especial la espalda baja. Estaba muy acalorada, pero me negaba a dejarlo hacer lo que se le daba la gana, así que que solo sonreí e hice caso omiso de la sugerencia.