Matías

9 - COMPUTACIÓN

—¡Vamos a hacer una fila! —Los pequeñitos se levantaron de golpe—. ¡Sentados, sentados todos! —Se sentaron de golpe de nuevo—. Yo voy a llamarlos uno por uno —dictaminó la profesora.

Dos veces a la semana nos tocaba la clase de computación. Una en la sala de las máquinas en donde teníamos que caminar un trayecto al aire libre para llegar, la otra clase se daba en el salón. Sin embargo, cuando nos tocaba llevar a los niños, era toda una travesía.

Me acuerdo que varias veces debíamos vigilar algún despistado, o detenernos porque a uno se le había salido el zapato. Incluso hubo un tiempo en el que había una plaga de abejar y recorríamos el camino a trote rápido.

Los primeros días fue un desastre, los niños se distraían, chocaban unos con otros, se tropezaban y llegábamos a la clase cuando faltaba veinte minutos para que acabara. Lo peor, era que estando en la sala de máquinas, todos pedían ir al baño, por lo que solo la mitad de los alumnos se quedaban a tomar la clase.

Lo que más recuerdo y con una sonrisa, es ese niño despistado, perdido en sus pensamientos, con la cara regordeta y ojos redondos, ilusionado en un inicio porque creía que íbamos a ver a “Mamá”.

En ese entonces, una de las niñas tenía rota una pierna, por lo que debíamos llevarla en carriola todo el camino. Ella no decía ni pero, pero al ser los primeros días, batallamos un poco en convencer a Matías para que nos acompañara de buen gusto.

Una de las estrategias que empleamos, fue pedirle que nos ayudara a llevar a la pequeña.

—Pon aquí tus manos, Matías. Tú vas a llevar a Meli —le pidió la profesora. Ella, en cambio me miró—. Encárgate de guiarlos mientras llevo a los demás.

El resto de los alumnos debían estar tomados de una cuerda, con la cual la profesora batallaba mucho para mantenerlos en línea recta. De todas formas, creí que vigilar a Matías iba a ser muy complicado, por lo que me puse en alerta todo el rato que estuvimos afuera. Afortunadamente pareció muy encantado por ayudar a Melissa, y en ningún momento se separó de nosotras.

Lo más gracioso fue cuando llegamos a un peatón, pues allí las ruedas de la pequeña carroza se detuvieron de golpe.

—¡Ay! —exclamé. Los pequeños se rieron. Yo intenté mantener mi mejor sonrisa mientras batallaba para liberar las llantitas, pero creí que nos estábamos demorando demasiado así que comencé a estresarme. Sin embargo, no tardamos ni un minuto y ya estábamos de nuevo en camino.

Al llegar a la sala de computación, me dispuse a colocar a la pequeña Meli frente a una máquina, mientras que la profesora ubicaba a Matías en otro lugar disponible.

Sabe el lector que este pequeño al ver algo nuevo no podía evitar sentirse cohibido al principio, pero después era incapaz de estarse quieto. En esta ocasión no fue distinto, porque de repente comenzamos a escuchar golpes y azotes contra la máquina donde él estaba.

—¡Matías, no hagas eso! —le reñí.

Él movía el ratón a todas partes, apagaba y prendía el aparato, pateaba, jugaba con el teclado y pegaba las manos a la pantalla del monitor. Finalmente, decidimos que lo mejor era mantener la computadora apagada, lo cual solo le generó más estrés y ansiedad.

Intentamos calmarlo, distraerlo, pero era imposible atraer su atención. Gritó, lloró y al final optó por ignorarnos. Fue demasiado difícil lograr que se tranquilizara, pero conseguimos que dejara de moverse en los últimos cinco minutos de la clase.

De regreso, volví a llevar a Matías junto a la pequeña Melissa, y a pesar del ataque de estrés, él se comportó como si nada. Observando su alrededor esperando ver a su preciada madre. A mí me daban ganas de tomarlo de la mano y castigarlo (recuerden que esto sucedió en los primeros días, cuando antes desconocíamos cómo tratarlo), pero decidí no comentar absolutamente nada.

Empero, cuando llegamos otra vez al peatón donde se atoraban las dichosas rueditas de la carriola, bufé de frustración.

“Esto va a hacer un suplicio” pensé.

Aún me causan gracia ciertos recuerdos, pero uno de los más graciosos fue ese, porque al chocar de manera brusca las llantitas contra el peatón, Matías hizo una exclamación de “Aish”, imitando lo que momentos antes yo había dicho por primera vez.

Esa fue la primera risa sincera que tuve con él desde entonces.

—Ay, Matías…

—Aish… —repitió.

Melissa también se reía.

—Chocamos, maestra.

No pude hacer otra cosa más que seguir riendo.

Más adelante aquello se volvería un hábito, pues a Matías no le gustaba sujetarse de la cuerda y se soltaba en cualquier instante que le perdíamos la vista. Chocaba las rueditas de la carriola y soltaba un sonoro “Aish”.

Desearía decirles que mejoró en computación, pero jamás hubo ningún progreso, ni siquiera un interés por aprender a cómo utilizar cada una de las partes de la máquina. Intentamos hacerlo por medio de juegos interactivos, ver videos musicales o hacerle escribir los números que iban aprendiendo. Pero nada funcionó. A este pequeño no le importaba, o tal vez eran demasiados símbolos en la pantalla que le generaban confusión al tener que utilizarla. Si había una estrategia más para ayudarlo, no la conocíamos. Nos limitábamos a mantenerlo entretenido, intentando hacerlo hablar o dejarlo tranquilo.



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En el texto hay: infantil, experiencias de vida

Editado: 17.06.2020

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