Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XIII. 3. MI AMOR POR PEDRO

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CAPÍTULO XIII. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 3. MI AMOR POR PEDRO

Por fin llegó el sábado. No lo vi llegar, simplemente, cuando salí de la cocina con una orden, ahí estaba en una mesa, sentado. Cuando lo miré, el corazón me brincó de alegría y le sonreí. Él me miró, y su sonrisa borró toda la angustia de la semana.

—Te extrañé —le dije.

—Yo también —me respondió.

Le serví de cenar y me senté un rato junto a él. Traía el hambre atrasada. No pude resistir la tentación de acomodar su negro pelo rebelde mientras él cenaba.

Al terminar de cenar le pedí permiso a doña Malena para no quedarme al aseo y nos fuimos caminando. Me tomó de la mano y me empezó a platicar de su semana; del trabajo manual que les estaba poniendo a los niños; del bordado que estaban haciendo las niñas; de una reunión de profesores donde encontró a varios ex compañeros de la Escuela Normal y de muchas otras cosas. Al llegar a la casa nos detuvimos frente a la puerta del zaguán. Me miró y me preguntó:

—¿Te vas a casar conmigo?

Yo le volví a acomodar el cabello, alisé sus cejas, acaricié su bigote y besé su frente. Lo abracé para sentí su cuerpo y respirar el aroma de su cuello. Me separé de él, lo miré a los ojos y un nudo en la garganta me impidió responder, sólo pude mover ligeramente la cabeza en señal de negación.

—¿No? –me preguntó él.

—No —le respondí con un susurro.

—¿Por qué no? —preguntó tímidamente.

—Porque me doy cuenta que no seríamos felices —le contesté.

—¿Por qué no, si yo te quiero? —insistió.

—No me quieres, Pedro, me necesitas, y eso es muy distinto.

—Si te necesito, Regina. Te necesito para ser feliz —me dijo, mirándome a los ojos.

—Sí, Pedro, lo entiendo —le dije, acariciándole la mejilla— Tú necesitas a alguien que te cuide…

—Y yo cuidaría de ti, Regina —me interrumpió.

—Yo lo sé, Pedro. Yo sé que tú eres muy formal, y que me cuidarías siempre, pero yo necesito a alguien que me quiera mucho, que me quiera por sobre todas las cosas, que me adore con pasión; ser el centro de su mundo. Tú me quieres, Pedro, pero no de esa manera. Si nos casamos así ¿qué me asegura que en un tiempo no voy a sentir un vacío en el corazón? No sería justo, Pedro ¡Piénsalo!

Mientras hablaba, Pedro me escuchaba, con la cabeza agachada, luego me miró con tristeza y me preguntó:

—¿Es tu última palabra, Regina?

Las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas y solo alcancé a murmurar:

—Sí.

Pedro dijo:

—Bueno… Ya es tarde… Me voy…

Me quedé llorando en la banqueta, mientras veía su figura perderse en la oscuridad. Si Pedro me hubiera abrazado al verme llorar, me hubiera casado con él. Si hubiera detenido sus pasos y hubiera volteado a verme, hubiera corrido a sus brazos. Pero no, no lo hizo.

Llegué a la casa. Altagracia y la niña no estaban. Me acosté y seguí llorando. No estaba segura si lloraba por Pedro o lloraba porque me sentía sola. Más tarde regresó Altagracia y pronunció mi nombre, pero yo fingí que dormía.

Al día siguiente me quedé acostada, con la cara hacia la pared, como si durmiera, mientras oía cómo Altagracia arreglaba a la niña. De rato salieron, pero casi de inmediato regresó Altagracia y se acostó a mi lado. Puso su brazo alrededor de mi cintura y pegó su cara a mi espalda y me preguntó:

—¿Qué pasó, Regina?

Yo creía que ya había llorado lo suficiente, pero al oír su pregunta empecé a llorar de nuevo. Le respondí:

—No me voy a casar, Altagracia. Pedro no me quiere. Al menos no me quiere como yo necesito que me quieran.

—Pedro es buen hombre —me dijo—. Pero tú necesitas un hombre que te quiera en el presente, que te garantice que te va a querer en el futuro y que te quiera mucho para compensar lo que no te quisieron en el pasado. Yo sabía que Pedro no era el hombre que andabas buscando —agregó.

—Pero ya voy a cumplir treinta años… ¿qué tal si no encuentro a ese hombre? —le pregunté.

—No, no vas a encontrar a ese hombre. Así que deja de buscarlo —me dijo—. Ese hombre te va a encontrar a ti. Te anda buscando. Cuando te encuentre te va a dar el amor del presente, del pasado y del futuro; tú le darás los hijos que él quiere y serán felices.

Cuando oí las palabras de Altagracia me acordé de lo que Fabi me había contado de ella, y me di vuelta en la cama para mirarla de frente. Le pregunté:




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