Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XVIII.3 POBREZA SIN LIMPIEZA, ES PEREZA.

XVIII.3 POBREZA SIN LIMPIEZA, ES PEREZA.

—¿Qué razón podría tener la hermana Loreto para mentir y perjudicarla a usted? ¡Dígame!

Pensé en el incidente que había tenido con la madre Loreto, pero era un asunto muy grave en el cual sería mi palabra contra la suya, y estaría en total desventaja. Tampoco podía confiar en la madre Carmen. Aunque ella y la madre Loreto se odiaran, percibía que no me convenía tomar partido con la madre Carmen.

—No sé. Pregúntele a ella por qué mintió.

—Bueno, olvidemos eso. Lo importante es que usted cumpla con las reglas de la comunidad y con su voto de castidad.

—Voy a tratar de usar el camisón de baño, pero no por eso voy a descuidar mi limpieza personal, y como en mi casa me enseñaron que el baño es un asunto íntimo, privado, voy a hacerlo como considere necesario y conveniente. Respecto a lo otro nada tengo que prometer, y de nada tengo que avergonzarme, porque nada pecaminoso e inmoral estaba haciendo con mi cuerpo.

—Sí, si lo estaba haciendo… Desde el momento en que no usaba el camisón y sus manos estaban tocando su cuerpo, estaba profanando su propia pureza…

—No estaba profanando nada. Simplemente me estaba bañando.

—Eso es lo que usted cree, hermana Cayetana, pero eso que usted estaba haciendo le despierta los apetitos sensuales, que prometimos dominar para no distraernos en nuestra entrega a Dios y a la Virgen María.

—Sí, madre Carmen, pero yo no estaba tocando mi cuerpo de manera impropia, simplemente lo estaba lavando, para no andar por el convento oliendo a zorrillo como otras hermanas…

—¡No sea grosera, hermana Cayetana!

—No soy grosera. Las groseras son ellas por ofendernos con su mal olor. Ni siquiera la capilla se salva.

—Olvida usted, hermana Cayetana, que ellas no tuvieron la suerte de haber nacido en casa rica, como usted. Ellas provienen de familias pobres, pero muy piadosas y decentes.

—Sí, madre, pero la pobreza, la piedad y la decencia no tienen que estar reñidas con la limpieza. Bien decía mi abuelita: "Pobreza sin limpieza es igual a pereza".

—Bueno, hermana, no tiene caso que sigamos con esta discusión inútil. Lo importante es que evite ese tipo de conductas. Recuerde que nuestro cuerpo es como un templo donde habita el Santo Espíritu de Dios y debemos mantenerlo inmaculado.

—Sí, madre. Por eso mismo trato de mantenerlo limpio y libre de malos olores, para que el Santo Espíritu de Dios no salga corriendo, pero, le repito, en ningún momento me he hecho tocamientos impropios ni he tenido pensamientos impuros.

—Pero la hermana Loreto…

—Olvide a la madre Loreto, ella miente. Ya le expliqué yo lo que sucedió.

—Sí, hermana, pero el problema es su ligereza para atentar contra su voto de castidad.

—Le repito, madre Carmen, ya le expliqué lo que estaba haciendo en el baño. Dígame… ¿Cuál palabra no entendió?

—No sea insolente, hermana. No soy tonta. Entendí todas sus palabras. Lo que no entiendo es su falta de humildad para aceptar sus faltas y pedir perdón a Dios.

—Yo reconozco mi falta respecto al uso del camisón, y le pido perdón a usted y a Dios por eso, pero a nadie, a nadie, voy a pedir perdón por cosas que no hice.

—No tiene caso seguir con esta discusión —agregó la madre Carmen —. Quise ayudarla para que el asunto no trascendiera más arriba, pero me voy a ver obligada a informar a la madre Clemencia acerca del incidente y de su actitud, hermana. Se puede retirar.

Me quedaba claro que todo se podía haber solucionado tomando una actitud humilde, aceptando todo lo que querían y pidiendo perdón por las faltas que cometí y las faltas que no cometí, pero no lo podía hacer. No creo que haya sido cuestión de orgullo o de soberbia, era cuestión de dignidad. Era cuestión de respetarme y quererme a mí misma. Sentía que, si no me respetaba y quería a mí misma, los demás no me respetarían ni me querrían y, lo que es peor, no sería capaz de respetar y de querer a los demás.

Pensé en los tocamientos sensuales impropios a los que la madre Carmen se refería. Algunas noches, cuando todas parecían dormir, podía oír ciertos ruidos y percibir movimientos en alguna de las camas cercanas. Una vez llegué a darme cuenta que “esa actividad” la realizaban también entre dos religiosas. Cada una, en su cama, se tocaba sus partes, al mismo tiempo que observaba como la otra hacía lo mismo con su cuerpo. También llegué a ver como una salía de la habitación y luego de un par de minutos la seguía la otra.

Yo no era ya una niña, había tenido amigas en el Colegio Josefino y platicábamos de “esas cosas”. Recordé algo que sucedió cuando fui novicia en el convento de las inmaculadas. Ahí había una religiosa, la directora de la primaria, que siempre buscaba la compañía de una de las maestras, para platicar con ella o llevarle algún dulce o alguna galleta. Una vez, sin querer oí una conversación, entre dos maestras, referente a ellas:

—La maestra Fulanita ya le debería darle el “sí” a sor Paulina… —dijo una.

—No puede —respondió la otra—. Es casada.

—Entonces que ya le diga que no, para que deje de andarla molestando.




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