Aira
—Rodri... —Se acercó al joven y lo tocó del hombro—. ¿Te pasa algo?
El aludido no le respondió.
Sintió que algo había hecho mal. Al darle la espalda Rodrigo y sin obtener respuesta de él, su depresión comenzó a manifestarse. El pensamiento recurrente de que era una molestia para alguien, cuando otra persona simplemente se preguntaría qué ocurría sin sentir culpa alguna, empezó a invadirla.
En ese instante, un nudo en la garganta se apoderó de ella.
—Hi... ¿hice algo que te molestó? —dijo con la voz entrecortada.
Y esto bastó para que los mecanismos de alerta de él se encendieran y volteara de inmediato para contemplarla.
Rodrigo
Cuando la observó, pudo ver que Aira fruncía el ceño. A su vez, sus mejillas lucían arrugadas. Como un impulso irrefrenable, levantó su mano derecha y con dos de sus dedos acarició su mejilla izquierda.
—Tienes los cachetes grandes y rosados. —Fue lo primero que se le ocurrió decir.
—¿Mis cachetes? —habló la muchacha con los ojos rojos.
—¿Eh?
—¿Acaso no te gusta mi rostro porque tengo los cachetes grandes?
Él enarcó la ceja.
—¡No quise decir eso!
—No te... no te gustan las chicas cachetonas... —dijo Aira con dificultad y agachando la cabeza—. Eso quiere... eso quiere... decir que no... no te gusto por eso, ¿sí?
Intuyó que quería llorar y trató de arreglar la situación de inmediato.
—Yo...
No obtuvo respuesta. Ella seguía cabizbaja mientras veía cómo estrujaba el asa de su pequeño bolso con ambas manos.
—A mí me... —Pasó saliva—. A mí me... gustan las chicas cachetonas como tú... —dijo a la vez que sintió que sus mejillas se encendían.
En otra ocasión se hubiera avergonzado y se hubiera separado de ella de inmediato. Pero, animándose para servir de apoyo a aquella chica a la que quería alegrar, volvió a repetir el gesto que ya era característico en él.
Aira alzó su cara. Sus ojos brillaron al contemplarlo y al sentir la calidez de sus dedos sobre su mejilla.
Una pequeña sonrisa se esbozó en su rostro. Con esto, la sombra de baja autoestima que su depresión pugnaba por sembrar en ella desapareció en ese instante, para tranquilidad de Rodrigo.
—¿Vamos a comer? —se animó a decir.
Ella asintió.
Con un movimiento de cabeza, la invitó a cruzar la pista junto a él. Aira le obedeció. Y así, ambos se encaminaron a los restaurantes que estaban al otro lado de la avenida para tratar de pasar una velada divertida, dejando así atrás a las depresiones, bajas autoestimas y malentendidos que parecían querer fastidiar a su segunda cita.
Aira
Ya en un restaurante frente al campus, ambos se encontraban leyendo la cartilla de pedidos.
Rodrigo le había preguntado qué se le antojaba comer. Aira le había dicho que se le antojaba ají de gallina. Entonces, él había sugerido ir al restaurante "El Tronquito".
El sitio era uno grande y espacioso que fungía de bar y de restaurante a la vez. Durante el día repartía desayunos y almuerzos, a la vez que a partir del mediodía solía vender cervezas a los estudiantes que acudían a él. El lugar era famoso por preparar varios platos exquisitos y a un precio módico, por lo que solía ser uno de los más concurridos de la zona. Y para su buena suerte, ambos se habían hecho de la última de las mesas que quedaban disponibles.
Al contemplar el sitio, Aira pensó que estaba en otro planeta. Si bien había salido con sus amigos del colegio a pubs y discotecas, a pesar de su corta edad, nada se comparaba con el trajín de un restaurante concurrido por estudiantes universitarios.
Al fondo del restaurante, había una habitación en donde se podía observar varias mesas de billar. En estas los estudiantes jugaban, fumaban y bebían de lo más relajados. Aira nunca había entrado a una sala de aquel juego. Se preguntó si Rodrigo gustaba de jugar billar. Por lo que, después de almorzar, se le pasó por la cabeza pedirle que le enseñara a hacerlo.
Ya cerca de ellos, en una esquina pudo ver cómo un par de chicos almorzaban a la vez que leían un buen puñado de fotocopias. Parecían estar muy concentrados, porque no se inmutaban a nada de lo que ocurría a su alrededor.