Cierro los ojos y navego la tierra. Escribo los fragmentos con mi pluma excelsa; bañada en tinta, trasgredo el papiro como una navaja cortante que tala tus alas, que atrapa tu esperanza.
La claridad del cielo, deslumbra mi pensar. El azul del navío, rememora mi pasado.
Desciendo de mi balsa celestial y me arrodillo ante el terreno del humano. Rozando el árido y grotesco granular, me absorto buscando tus pasos; la tierra me rechaza, porque no pertenezco a este lugar.
Mis oídos son sensibles, por ello, escucho tu cantar, tu respirar y hasta el breve susurro que haces al despertar. Los límites son cortos, me acerco cada vez más a ti.
Puedo volar por los cielos, pero tú siempre estarás aquí, porque mi poder no puede librarte de tu lealtad a la superficie.
Yo tan solo te observo, como el aire que gravita tu espacio, simplemente expectante, como la brisa pasajera.
Me dirijo al cielo porque allí pertenezco, mi hogar es el lienzo oscuro que palpita brillantes estrellas y mi pecado es amarte, siendo la ley de lo prohibido.
Sostengo con mi mano esa corriente intensa y desde la profundidad vuelvo a observarte, la misericordia se opone al reflejo de nuestra unión.
El silencio que habita en el cántaro y la hendidura de tu señal latente son suficientes para mí, un simple viajero de la eternidad.
En mi desgastado papel, una vez más en mi navío, volveré a escribir con mi pluma que aún te recuerdo y viviré atiborrado por tu imagen prohibida, la del aire que corre frente a mí.
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Editado: 11.10.2024