Llego a mi departamento, con una sensación de felicidad robándome el corazón. Miro mi sillón carmesí, en el cual tantas veces me he sentado a robar recuerdos, y no puedo evitar pensar que la sensación de crear los míos propios es mucho mejor que la de hurgar en ajenos. Por primera vez en mi vida, siento que algo me pertenece.
Me recuesto en mi cama y comienzo a quedarme dormido, pensando en cómo Emilia apareció ante mí, casi como si algo le hubiera dicho que tenía que conocerme.
Despierto en la mañana de un helado día sábado. Me levanto rápidamente, para prepararme un café y fumar un cigarrillo. Lo único en lo que puedo pensar es en ir a ver a Emilia tocar piano.
Durante el día, permanezco en mi departamento, escuchando música y reviviendo mis recuerdos con Emilia. No importa cuántas veces viva la misma situación, siempre la siento diferente, como si existiera algo nuevo que descubrir. Sus palabras son como un oasis en medio de un árido desierto de angustia; logran elevarme hasta el punto en que todos mis pensamientos desaparecen para crear una sensación de éxtasis.
Llega la noche, acompañada del sonido de la vida nocturna de Santiago. Me pongo una camisa oscura y mis típicos pantalones beige. Guardo mi MBR 2.4 y salgo por la puerta, con el propósito de ir al Thelonious Jazz Club.
Ingreso a mi automóvil y enciendo el motor, escuchando cómo ruge en la lejanía de mis emociones. Voy conduciendo por las calles de esta gigantesca ciudad, pensando en cómo todo aparenta estar conspirando a mi favor.
Llego al club de jazz, sintiéndome un tanto nervioso. Bajo del vehículo y camino en dirección a la entrada. Deslizo mi tarjeta de crédito por la ranura e ingreso, divisando en la pequeña pantalla el monto de 5 mil pesos chilenos.
Creo que llegué un poco tarde, puesto que la banda de Emilia ya está tocando. La veo ahí, sentada tras un gran piano, moviéndose con emoción y disfrutando cada nota que toca. Las melodías de jazz nunca me han agradado demasiado, pero solamente con ver cómo ella goza de la situación, quedo perplejo. La observo como si fuera una reliquia extraña, dislocando su cuerpo con mi mirada y aferrándome a lo poco que me queda de sosiego para no perder la cordura.
Toca hermoso.
Me siento en una mesa y pido un vaso de whisky, para continuar divisando a Emilia en la lejanía. En un momento de la canción, el piano se destaca por sobre todos los instrumentos, expresando una melodía bellísima, repleta de colores y sensaciones únicas. No puedo apartar mi mirada de sus manos, que bailan sobre las teclas, dibujando mundos de sabores y expresiones
La canción termina y todos aplauden. La música continúa por media hora, durante la cual no puedo apartar mi mirada de Emilia, que todavía no ha notado mi presencia. Me tomo el whisky y siento su sabroso ardor deslizándose por mi garganta.
La presentación finaliza con el mismo sonido hermoso que la acompañó. Emilia se pone de pie y saluda a la gente. Me mira y me sonríe, deslumbrándome y llenándome de esperanza. Permanezco sentado durante unos diez minutos, en los cuales no veo a Emilia por ningún lado. Finalmente, siento que alguien me toca el hombro, por lo que miro hacia atrás y la veo a ella, sonriendo. Me pongo de pie rápidamente.
–No pensé que vendrías –empieza–. No creía que este tipo de música fuera de tu gusto.
–No lo es, pero vine igual.
Ella se sonroja.
–¿Quieres tomar algo? –le digo, luchando contra mis instintos de permanecer en silencio.
–Me encantaría –responde.
–Siéntate aquí –le muestro la silla donde yo estaba sentado.
Ambos nos sentamos. Ella comienza a reír suavemente.
–Es divertido –me dice–, te conozco hace menos de dos días y ya estoy tomando contigo. No sé por qué, pero no me siento incómoda.
–Yo tampoco –respondo.
–Y dime, Cristóbal… ¿por qué viniste si no te gusta el jazz?
–Porque no está mal probar cosas nuevas de vez en cuando.
–Pienso exactamente lo mismo.
–La música en general es algo que todos los seres humanos debemos apreciar, sin importar sus diversas manifestaciones.