Memorias Externas

XI

–Tuve un sueño –digo.

    –¿Qué pasaba en tu sueño? –me responde Emilia.

    –Era extraño.

    –¿Estaba yo en tu sueño?

    Estás en todos mis sueños.

    –No recuerdo bien. Estaba caminando por una playa y escuchaba voces cuyas palabras no eran para nada agradables.

    –Los sueños pueden significar demasiado –comienza ella–. Freud decía que todos los sueños representan la realización de algún deseo, pero también, el incumplimiento de este.

    –Nunca he sido bueno interpretando mis sueños.

    –Yo tampoco –sonríe.

    Estoy recostado en una camilla de hospital, sudando dolor. Mi cabeza está cubierta por una venda que me tapa la mitad de la cara. En mi sien, hay dibujados cuatro puntos quirúrgicos, los cuales evitan que la herida se abra. Todavía estoy muy débil como para moverme, pero Emilia, aparte de tener un pequeño corte en la mejilla, aparenta estar bastante bien. 

    –¿Cómo te sientes? –me pregunta.

    –De maravilla –respondo, con sarcasmo.

    –Tuvimos mucha suerte.

    –¿Por qué dices eso?

    –Los exámenes de sangre demostraron que tú estabas completamente sobrio al momento del accidente. En cambio… yo…

    Comienzo a reír.

    –¿De qué te ríes? –me interroga.

    –De ti.

    –No te rías de mí –me golpea con suavidad en el brazo derecho, sonriendo–. Tampoco estaba tan ebria.

    –Apenas podías caminar.

    Ella se sonroja y me pide disculpas.

    –¿Qué haces aquí? –le pregunto–. ¿No deberías estar en tu casa?

    –No te iba a dejar solo. Intenté contactar a tu familia, pero no tienes ningún familiar cercano. Pensé en buscar a algún amigo tuyo que te acompañara, pero no encontré a nadie.

    Aquello me cohíbe.

    –Como puedes ver, estoy solo –respondo.

    –Nadie está solo.

    –Yo sí.

    –Estás conmigo.

    –No importa. Estoy acostumbrado a mi soledad.

    –¡Qué lástima! Porque yo no te voy a dejar solo, Cristóbal.

    Ambos reímos, conectando nuestra insignificante felicidad en un punto de quiebre de emociones distantes. La observo una vez más, espiando sus perfectas facciones y analizando sus pensamientos a través de aquellas verdes luces que se posicionan sobre su nariz. 

    Emilia actúa como si acabara de recordar algo importante.

    –Tengo una mala noticia –me dice.

    –¿Qué ocurre?

    Abre una mochila y retira mi MBR 2.4, totalmente destruido.

    –Tú máquina de los recuerdos… la encontré así. La guardé para que no la requisaran.

    Observo mi MBR 2.4 y no puedo evitar sentir dolor al darme cuenta del estado en que está. Cierro mis ojos e intento visualizar mi vida sin recuerdos ajenos y, al darme cuenta de que tengo a Emilia, siento que quizás no estoy tan perdido.

    –Tiene arreglo –digo.

    –¿Estás seguro? –me inquiere–. Se ve bastante mal.

    –Puede arreglarse. Lo importante es que nosotros estamos bien.

    –¿Realmente estás bien?

    –Eso creo.

    Intento sentarme, pero un agudo dolor en mis costillas no me lo permite, postrándome nuevamente sobre la camilla. Estoy exhausto, como si hubiera corrido varios kilómetros sin detenerme.



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Editado: 28.02.2018

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