La conecto al MBR 2.4 y ella comienza a quedarse dormida, para luego despertar en un recuerdo hermoso.
Ella es pequeña, alrededor de unos 8 años, y su padre está sentado, tocando una melodía hermosa en un gran piano. Es el Claro de Luna de Debussy, una de mis piezas clásicas favoritas.
Ella lo observa detenidamente, escuchando cada nota como si fuera una perfección desmenuzada. Su mente viaja a través de los maravillosos acordes y se enreda con una vida fortuita que sale a jugar con sentimientos de felicidad y pasión.
Manolo Andrade se levanta de su silla y se dirige a Emilia; la toma en brazos y la sienta frente al piano, ayudándola a mover sus delicadas manos y enseñándole melodías básicas. Ella ríe con ternura, mientras aprende cómo tocar aquel gigantesco y hermoso instrumento.
Su padre la hace sentir amor, nostalgia, felicidad, complicidad y ternura. Aquel recuerdo es tan bello, que no quiero que acabe.
Alejo mis ojos de la pantalla por un segundo para enfocarlos en Emilia, que se encuentra recostada en el sillón. Una suave sonrisa se dibuja en su rostro, que descansa plácidamente. Aquella imagen me produce una felicidad desconcertante, erizando los pelos de mi espalda y causando un leve escalofrío que recorre mi columna. Estoy perdido en su rostro, observando cada detalle y admirando la inmensa belleza que lo compone. No puedo evitar sonreír junto a ella, con la esperanza de que nuestros sentimientos se unan en uno solo, creando una conexión estelar.
En completo silencio, ella despierta. Me mira a los ojos y mantiene su mirada fija en mí. Mi corazón comienza a acelerarse, retumbando en mi pecho como el sonido de un bajo en un concierto. Me sonríe y se sonroja, para luego retirar la mirada y suspirar. Continúo observándola, como si la estuviera analizando.
–Es un recuerdo hermoso –me dice.
–Sí… lo es.
–Muchas gracias, Cristóbal. Por todo.
Despierto en mi sillón carmesí… llorando.
Intento levantarme, pero el dolor en mis dorsales es tremendo. No puedo evitar soltar un grito de angustia, acompañado de un constante jadeo. Si sigo así, probablemente muera. Pero, prefiero morir que pasar el resto de mis días encarcelado por haber asesinado a la única persona que podría haber hecho mi vida menos miserable.
Enciendo un cigarrillo y aspiro el humo, con la esperanza de que este me calme. Respiro profundamente y me concentro en mí mismo, intentando ignorar el dolor tanto interno como externo.
Me sirvo un vaso de whisky y lo tomo de un sorbo, sin siquiera molestarme por la sensación que produce en mi garganta.
Apenas puedo caminar y hasta respirar me duele, pero aun así, nada se compara con el sentimiento de saber que Emilia está muerta y que es mi culpa que se encuentre en ese estado. Yo la amaba sin siquiera conocerla. La había colocado en el centro de mi vida, consiguiendo así que ella se convirtiera en mi felicidad.
Me conecto al MBR 2.4.
Ella es pequeña, alrededor de unos 8 años, y su padre está sentado, tocando una melodía hermosa en un gran piano. Es el Claro de Luna de Debussy, una de mis piezas clásicas favoritas.
Ella lo observa detenidamente, escuchando cada nota como si fuera una perfección desmenuzada. Su mente viaja a través de los maravillosos acordes y se enreda con una vida fortuita que sale a jugar con sentimientos de felicidad y pasión.
–Cristóbal –escucho, dentro del recuerdo–. Estoy aquí.