Memorias Sangrientas

CAPÍTULO 0

Silencio.

Nada más que un profundo silencio inundaba la paz sepulcral de aquella oscura y solitaria mazmorra.

Abro los ojos durante unos instantes, a pesar de la penumbra, era capaz de contemplar todo a mi alrededor; la reja de acero que se alza delante de mí, las pesadas cadenas que aprisionan mis pies y manos al helado muro de piedra, limitándome a escasos movimientos.

Sigilosamente un par de ratas ingresan en la celda, husmeando los húmedos y viciados rincones en busca de alimento. Mi olfato reacciona ante la sangre que circulaba por sus pequeños cuerpos. Una de ellas, se acerca a mi pierna derecha, la observo fijamente, atenta a su más mínimo movimiento. Aún estaba fuera de mi rango de alcance, pero casi puedo sentir el caliente sabor de su sangre en mi boca.

Un poco más, necesitaba que se acercara solo un poco más, pero no se mueve. Mis manos trepidan y la sed en mi árida garganta se intensifica. Mi mente se nubla y mi cuerpo reacciona instintivamente por la inanición; abalanzándome sobre mi presa con ansia y desesperación. Más me es imposible, la cadena me detiene a pocos milímetros de poder alcanzarla.

Impotente, sacudo mi mano, con la vaga esperanza de atraparla, pero es inútil, mi violenta reacción expuso mi presencia y aroma, logrando que el roedor saliera chillando de la celda con su compañero siguiéndole las huellas. Era natural, debían alejarse lo más pronto posible, ya que ante ellos yacía uno de los depredadores más voraces que moran sobre la tierra.

Exhalé un largo suspiro de impotencia y frustración, al tiempo que apoyaba mi espalda contra el helado muro de piedra. La presa escapó, pero la ansiedad prevalecía y se acrecentaba; la sangre de esos pequeños roedores era repugnante, sin embargo, percibir sus cuerpos calientes y vivos, despertaba mi instinto, evocaba el deseo por alimentarme con aquel vital y exquisito líquido, deslizándose con avidez por mi garganta, extendiendo una sensación de calidez en mi helado cuerpo, devolviéndome fuerza e invadiéndome de una sensación de bienestar y gozo.

No, sacudí la cabeza, mientras me golpeo con ambas manos, tratando de apartar aquellos pensamientos de mi mente. Apenas podía controlarme, ni siquiera recordaba la última vez que me había alimentado, y mi cuerpo no puede resistir más, me corrompe la desesperación; remango la manga del remedo de mi vestido y encajó mis dientes en mi brazo, abriéndome paso con nuevas laceraciones sobre mi piel.

Mi acción es infructuosa y aberrante, mi sangre era incapaz de alimentarme, o siquiera satisfacerme; solo me provocaba más heridas que tardarían en sanar. Aún así continuo perpetrando ese monstruoso acto, era la única manera de engañarme hasta que la ansiedad lograra disminuir.
 


Finalmente mis ansias ceden, lo suficiente como para recuperar el control de mi cuerpo. Vuelvo a apoyarme en el muro de piedra, moviéndome y provocando que las cadenas chocaran, produciendo un ligero tintineo, que hizo un eco extendiéndose por toda la galera. Casi sin pretenderlo eleve la mirada al techo de la celda, ni un solo rayo de luz era visible en aquella mazmorra subterránea, por lo que no tenía certeza de como transcurría el tiempo, ¿Cuánto yacía en aquel lugar? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Acaso más...?

El tiempo sigue cerniéndose, que no pasara sobre mí no significaba que se hubiera detenido, era una constante, más allá de estos pútridos muros la vida seguía su curso, nacía, crecía y se desvanecía en su perpetuo ciclo. Aunque en este limbo interminable era imposible de percibir, el único dejo que persistía a su paso era la tortuosa hambruna que carcomía mis entrañas. Ciertamente, una agonía apropiada para una condenada, mientras espera su anhelada sentencia de muerte.

El fin de una vida en apariencia eterna, en cuya existencia ahora solo prevalecía el tormento y la soledad, contrario a la vida y dicha de la que alguna vez se vio colmada.

"Los humanos solo tienen un determinado tiempo de vida porque son incapaces de soportar la eternidad."

El eco de docenas de voces susurra esta advertencia en mis oídos, como si fuera la primera vez que la escuchara, porque siempre pretendí ignorarla. La eternidad es una palabra peligrosa, más aun cuando se convierte en una añoranza para un ingenuo mortal; nunca podrá comprender sus alcances, ni lo que conlleva; no hasta que pasan décadas, siglos, y contemplas con impotencia el paso del tiempo, mientras arrasa con todo aquello que alguna vez amaste en vida, pero entonces ya es tarde, para un inmortal siempre es tarde, porque el tiempo nunca parece suficiente.

Aún así me condené voluntariamente a esta existencia, fui codiciosa, deseé más que de la vida mortal que me había sido impuesta, elegí renacer y caminar por este interminable sendero. No por temor a la muerte ni a al inclemente paso del tiempo, que te despoja de la vida cada segundo, no, yo temía pasar el resto de mi vida lejos del ser que más había amado en mi vida.

Así es, fue amor, inmenso e inconmensurable, mi liberación y mi condena. Llegó a mi vida en el momento más inesperado a desestructurar todo lo que conocía hasta entonces. Me salvó en más de un manera, me permitió ver la vasta inmensidad del mundo, y también el secreto de los orígenes de los tiempos, su corrupción y aberración, un mundo de sangre y muerte ajeno a los ojos mortales.

Fui ingenua e ignorante, creí comprender en lo que me involucraba, creí ser capaz de sobrellevar la eternidad. La añoranza de un amor eterno, pudo más que el sentido común y cualquier lógica posible. Entonces debí predecir que eso era solo una utopía inalcanzable.

Pero aun así, incluso ahora, sintiendo el final aproximarse, no me arrepiento de cada paso que di, aunque todos ellos me trajeron a este lugar, porque fueron los mismos que me llevaron a él, y nunca podría arrepentirme de ello.



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En el texto hay: vampiros, romance, ficción histórica

Editado: 22.01.2024

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