El viento silbaba haciendo bailar las hojas de los árboles, emitiendo una suave melodía que parecía capaz de llegar hasta al alma y sosegar al espíritu más atribulado. En aquel escondido y pacífico claro en medio del bosque solo se percibía paz y quietud, como si estuviera aislado del resto del mundo.
Aún me resultaba inverosímil que después de semanas tensas gozara la fortuna de pasar el día en un lugar como ese.
Era lunes por la mañana, mi padre y Meredith se ausentarían de casa ese día; asumí que tendría que pasarlo realizando agobiantes actividades. Pero en un sorprendente acto de indulgencia, mi padre me otorgó permiso para ausentarme de mis tareas y disponer de mi tiempo a mi gusto. Un inusual deleite que debía agradecer a la disculpa de Sally; debido a ello, no solo mi padre se mostró condescendiente, sino que el enfado de Meredith se esfumó en un instante; recuperó su trato afectuoso y disciplinado, como si nada hubiera sucedido.
Era una oportunidad única y no iba a desaprovecharla, así que, ignorando la advertencia de la señora Mabel de llevar acompañante, emprendí carrera y me interné en lo profundo del bosque, alejándome de casa tanto como me fuera posible. Tal distancia era imprescindible, así como ir sola, ya que me disponía a pasar el día realizando la actividad más ilícita y sentenciada tajantemente por Meredith.
"Sí, creo que así...", pensaba mientras rodaba la pluma entre mis dedos antes de cargar más tinta; la corregiría luego, pero definitivamente así terminaría ese trágico romance...
Las letras se imprimían en el papel amarillento de aquella gruesa y descolorida libreta; las manchas de tinta por toda su cubierta y descuidados pedazos de papel desgastado asomándose por las esquinas delataban su uso y deterioro. No era de sorprender, después de todo, el abuelo Ben me la había obsequiado cuando cumplí diez años, y desde entonces había sido mi compendio de historias, cuentos, y de mis primeros pasos en mi sueño de convertirme en escritora.
Los abuelos siempre apoyaron mi aspiración, pero Meredíth no. La consideraba un oficio de hombres, descarriado e inapropiado para una señorita decente. Me ordenó que dejara cualquier pretensión de ello cuando nos marchamos de la finca; argumentaba que mi padre jamás toleraría mis absurdas fantasías, y tenía toda la razón. Pero yo era demasiado obstinada como para resignarme a abandonarlo sin siquiera haberlo intentado, era un anhelo, y parte inherente de mí. No podía simplemente dejarlo atrás, no, mi alma y ser se rebelaban contra ello; así que traje mi vieja libreta escondida en contra de sus órdenes y seguiría escribiendo, así tuviera que esperar momentos clandestinos como ese para hacerlo.
Las horas pasaban, pero apenas las había percibido. Llevaba semanas sin poder escribir, así que mi pluma se deslizaba incesante por el papel.
Con satisfacción, le puse punto final al párrafo en el que estaba trabajando cuando una gota cayó sobre el papel; estaba tan ensimismada que no me percaté del súbito cambio en el clima. El cielo se nubló en un instante cubriéndose con borrascosos nubarrones negros, y las esporádicas gotas se tornaron en un intenso aguacero en cuestión de minutos.
Actué con premura; tomé la libreta y el estuche de escritura y los envolví en el interior del mantón que llevé para sentarme. La envolví varias veces, no podía permitir que el agua ingresara; si la libreta se empapaba, la tinta se correría arruinando años de trabajo. Cuando creía que estaba lo suficientemente protegido, tomé el mantón doblado entre mis brazos, lo aferré contra mi pecho, y me dispuse a retornar a casa.
En cuestión de segundos estaba completamente empapada. Intenté desandar el camino que me llevó hasta allá. Circulé entre los boscosos árboles y la maleza del bosque, pero el lugar aún me era desconocido, y el intenso aguacero solo empeoraba la situación, logrando que me sea imposible precisar donde me encontraba.
La lluvia se tornó en un granizo; comenzaba a golpearme impetuosamente sobre mi rostro, brazos, y espalda. A cada paso el sendero se volvía cada vez más encenagado y precipitoso; mis zapatillas se hunden en el fango dificultándome el avance, y mi faldón y enaguas conspiraban en mi contra haciéndose más pesados a medida que recogían agua y tierra a cada paso. Resbalo y caigo varias veces en barrizales de lodo, mi rostro llega a hundirse en el agua barrosa, uno de mis brazos se entierra en el lodazal luchando para incorporarme, mientras el otro se niega a soltar el mantón que aferraba con desesperación contra mi pecho, tratando de preservarlo a salvo.
Logré erguirme con dificultad, mi ropa pesaba demasiado, como si vistiera plomo; mi cuerpo apenas parecía soportar, intenté aclarar mi mente. Era imposible encontrar el camino de regreso, debía encontrar refugio.
Tomando las exiguas fuerzas que me quedaban, sigo adelante, pero mi búsqueda era infructuosa, no encontraba nada. Comenzaba a faltarme el aire, el esfuerzo era agobiante, y todo parecía dar vueltas a mí alrededor; entonces cuando casi perdía la esperanza, logré divisar un alcor y lo que parecía una cueva escondida por la maleza; con un esfuerzo sobrehumano logré alcanzarla, adentrándome con urgencia.
Una vez dentro, caí de rodillas al suelo, ni siquiera esperé a recuperar el aliento, mi preciada libreta era lo único en lo que pensaba en ese momento. Aparté el empapado y enlodado mantón de mi pecho, y lo desenvolví con apremio y desesperación para develar su interior.