Mentir es encender fuego

Capítulo 4

Capítulo 4

Peru abandonó la casa al alba. En la aldea donde vivía junto a sus padres y hermana, ya comenzaba a intuirse la actividad que retorna con un nuevo día. El frío húmedo del amanecer calaba hasta los huesos y se abrigó lo mejor que pudo. Aquel pequeño enclave era conocido como Fínaga y estaba conformado por una docena de construcciones entre las que, además de las viviendas, había un establo, un corral y otra que hacía las veces de granero y almacén.

Se levantaba a mitad de ladera de una pequeña montaña cuya cima se alzaba por algo más de los trescientos metros, situada en la confluencia de tres valles, por lo que era el nudo de otros tantos caminos. Un lugar que en el pasado albergó cierta importancia estratégica pues en su cima hubo levantado un castro fortificado, pero todo aquello ahora no era más que un montón de ruinas y de piedras desordenadas, de las cuales a lo largo del tiempo se habían servido sus ancestros para levantar la propia aldea de Fínaga.

El muchacho aceleró el paso cuando vio el humo ascender a lo lejos. Estaba seguro de que no llegaba tarde, pero lo cierto era que Beltz, el ferrón al que algunos apodaban el Gentil, ya había encendido la haizeola4.

El apodo de “Gentil” hacía referencia a la antigua creencia en unos fantásticos seres llamados gentiles, de carácter huraño, que vivían apartados en la soledad de los montes, de los bosques o de las más profundas simas. Hombres de envergadura y fuerza extraordinaria que eran capaces de dar forma y tallar las montañas, y de crear extrañas construcciones primitivas formadas por enormes rocas puestas unas sobre otras. Ya hubiese querido Beltz para sí, haber sido poseedor de tales poderes para llevar mejor a cabo su trabajo en la ferrería, pero lo cierto es que el apodo tenía cierto sentido conforme a su naturaleza.

Las huellas del tiempo parecían haber esquivado el aspecto que Beltz mostraba, pero solo en apariencia. Su rostro cubierto por una poblada barba negra era un reflejo de su edad, así como los dolores continuos de su espalda, castigada en exceso por el duro trabajo. Su cuerpo enorme y fornido (¡músculos de roble!, como de pequeña le decía Anixe, su hija), comenzaba a resentirse definitivamente de su vida laboriosa.

Al llegar Peru a la altura del arroyo, allí donde la pendiente ya se suavizaba tras descender de Fínaga, comenzó a correr. No era de recibo llegar tarde el primer día que iba a trabajar con el tipo más hosco y de peor carácter de Vizcaya.

Cruzando por el fondo del valle, justo en la vertiente contraria de la montaña donde él vivía, dejó a un lado las poco más de media docena de casas que componían la aún más pequeña aldea de Buiana, que a pesar de su cercanía a la ferrería de Beltz, ni vecinos ni ferrón tenían trato alguno, algo que Peru suponía que tendría origen en el agrio carácter del que iba a ser su patrón.

—¡Buenos días! —pronunció al llegar. A pesar del frío de la mañana, el chico se presentó sudoroso y jadeante ante su nuevo patrón, que le miró de reojo sin darle a su presencia más importancia que a una mosca. Acababa de encender el fuego y preparar el horno, una labor dura y de gran meticulosidad. Tomó el pellejo y sorbió un largo trago de agua, al tiempo que se sentaba aparentemente sin reparar en el chico recién llegado.

Anixe había prevenido la noche antes a su padre de que moderara su carácter si quería que Peru le durase algún tiempo a su servicio. Un par de semanas antes le había abandonado un peón que a punto estuvo de completar la temporada entera. Eran dos hombres de duro carácter que se enfrentaban por todo. Al final le abandonó no sin antes mantener una fuerte disputa acerca de los dineros que Beltz debería pagarle.

Las dos semanas que llevaba trabajando solo habían sido durísimas, pues la carga de trabajo a soportar era inmensa. Beltz confiaba en que sería capaz de mantener su pequeña producción de tochos de hierro quedando ya poco para finalizar la temporada en la ferrería que normalmente se espaciaba entre los meses de octubre a mayo y retomar a la labor en los bosques elaborando carbón con la llegada del buen tiempo, pero una continua lumbalgia le estaba torturando. El dolor iba cada vez a más y, aunque Anixe procuraba ayudarle, era imposible mantener el ritmo de trabajo necesario para satisfacer la demanda que tenía antes de que con el buen tiempo se dedicasen a la elaboración de carbón.

El muchacho no llegaba tarde, lo que ocurría es que en Beltz era habitual dormir poco y normalmente antes de que rayase el alba ya se encontraba enfrascado en alguna labor. Esa mañana no fue distinta a las demás. Ya con las primeras luces del nuevo día dio lumbre al horno que había dejado listo la tarde anterior. Había llenado su interior de mineral de hierro y carbón, superpuesto en varias capas, protegiendo toda esa carga con paja seca para que no cogiese humedad con el caer de la noche. La humareda blanca de la paja al arder fue la señal que dio la alarma a Peru de que el horno había comenzado a trabajar sin estar él presente.

—Si antes de empezar a trabajar ya sudas de esa manera, no quiero ni pensar cómo te las vas a ver cuando te acerques al horno. No te vendría mal cortarte el pelo. Esos cabellos largos te harán sudar, ya lo verás.

El chico frunció ligeramente el ceño masajeándose una incipiente y poco poblada barba que comenzaba a oscurecer irregularmente su rostro en la zona de su mentón. El pelo le rozaba ya los hombros y no le agradaba la idea de tener que cortarlo; además, el aspecto del ferrón se contradecía precisamente con lo que le argumentaba, pues tenía el pelo más largo que él y una barba que le confería un aspecto casi de eremita.

—Vi el humo de la haizeola a lo lejos y por eso me apresuré —comentó ahora algo más tranquilo al intuir cierto aire distendido en la palabras de Beltz.

—¿Has visto a Anixe?

El chico negó con la cabeza.

—¡Dichosa muchacha! Ya debería estar aquí con el carbón.



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Editado: 09.04.2020

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