Hoy es preferible callar, que ser una voz pública. Mantener los errores cubiertos de tierra, para que nadie sepa que existen, aunque asfixien a muchos. Esta es la era del sálvense quién pueda, de los adiós que cuestan sangre, y de las pesadillas hechas realidad.
El momento de las falsas promesas, de tontas verdades dentro de enormes discursos. Vivimos el tiempo del desamparo, de la ficción, al borde del fin del mundo y pensando ser el centro del Universo.
Caminando a ciegas, corriendo por para no ser atrapados. En una cacería constante, hablando sin voz y caminando descalzos. En un disturbio sin salida y con caminos peores que el anterior. Y es que ya no hay nada que salvar, pero tenemos muchísimo que perder. No hay nada totalmente sano, y se destrozan las cosas que no están totalmente rotas.
Porque adaptarse al dolor no es quererlo, adaptarse al miedo no es soñar con sentirlo.
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No sé cuántas veces he pecado, cuantas lo has hecho tú. No tengo idea cuáles o cuántos fueron nuestros errores en las vidas pasadas, pero la desesperación por una solución me ahoga y no encuentro salida. Yo no entendí que tan desesperada estaba, hasta que no encendí la televisión y vi que se hablaba más de muerte que vida. Que el mundo se paralizaba con cadáveres y que las personas compartían más imágenes de ayuda que de sus propios logros.
Y eso es un avance, pero es el único avance del que no me siento para nada orgullosa.
Dolor ajeno, lágrimas extrañas, rostros desconocidos tenidos en aceras. Preguntas sin respuestas e historias inconclusas. Terror y pánico en la mirada la gente mientras pasa por la calle. Poca vida, y brillo de aquel que se juega la vida cuando cruza el umbral de su puerta, pero también está el que muere sin haberlo cruzado.
Porque el dinero mueve al mundo, y la política a un país. Y ya no importa cuales son las consecuencias para lograr un objetico, ahora es todo o nada. Miles catalogados como uno, porque ya no hay tiempo para investigar quién eres, o cuántas cosas buenas hiciste. Son solo accidentes, uno tras otro, de gente sin rostro que no recibe una condena.
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Números, todos los días cientos de tablas, gráficos, estadísticas, que ya son anunciadas con la mayor normalidad. Pero no hablamos de producción, no hablamos de mejoría, no hablamos de innovaciones, hablamos de seres humanos. Los cientos, los miles, los millones que se convierten en un número más que sumarle a una cifra.
Ahora todo da pena, todo espanta y corroe el organismo de aquel, que todavía tiene un poco de humanidad. Pero a mí lo que más me aterra, es que todo esto se vuelva normalidad. Que ya no haya nadie capaz de expresarse, que no haya nadie que pueda sentirse libre, que nos volvamos sumisos, esclavos ante un dictador.
Y tengo miedo, pero no puedo decir de qué.
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Miradas centradas en el ojo del huracán, pero a muchos se le olvida, lo que de verdad sucede alrededor de la tormenta. Una tormenta donde nada está inmóvil, donde los castigos por ser tú mismo, o por no estar de acuerdo con algo vienen sexuados, son nuevos, son criminales.
El hombre no es un animal, ni siquiera una bestia salvaje. Porque nuestro desarrollo solo nos ha convertido en una vieja maquinaria, una que se está oxidando y que ve como única solución apretar todas sus tuercas. Ellas no aguantan más, te están gritando que pares, se están rompiendo, les estás haciendo daño, te estás haciendo daño.