Bienvenidos al comienzo y al fin de su vida. Era todo. La tierra no podía detenerse. Ni el viento llevarse lo ocurrido. Se escuchan murmullos. El aire era tosco, brusco y un poco desagradable, a penas podía respirar. Supuso que estaba haciendo mucho calor, porque sintió que había mucha gente esperando la hora de su condena. Todo estaba planeado. Todo era horrible. Hasta el baño de la celda en la que se encontraba. Ese horrible lugar con paredes rayadas y una pequeña ventana para respirar en el poco tiempo que quedaba para su juicio.
Eso ocurría cuando por simple que todo fuera hacías daño a otra persona. La condena es inevitable y el sufrimiento notable. Que más había por hacer, escapar, correr, gritar o maldecir el destino que les tocaba a la mayoría de los suyos. Ya fueras rico, pobre, de diferentes razas o creencias, solo podían esperar a que se apiaden de ti o te sustituya un hermano mayor dispuesto, pero qué ocurriría si eras la hermana mayor. Por suerte lo era, no iba a dejar que eso le ocurriera a su Michael y sí que menos a nadie de su familia.
Cada vez que pensaba en lo que había ocurrido se preguntaba si era verdad, jamás le había hecho daño a nadie y nunca lo hubiera hecho, pero ahora, algo en sus presentimientos le decía que todo tenía que ver con los momentos extraños que había tenido que vivir, como que lo siguieran esos hombres extraños o la nota que había recibido su abuela, no quería pensar en una especulación concreta, pero allí estaban las únicas respuestas.
—¡Mercy Adams!.—era esa mujer tan dura y escandalosa, con su voz áspera y su vara eléctrica para asustar. Era regordeta, con un uniforme negro, siempre llevaba un moño en la cabeza. Su rostro amargado le daba escalofríos, iba mascando chicle mientras hacía sonar con una linterna eléctrica la reja.
—Si.—fue lo único que dijo una chica débil, asustada y poco dispuesta para seguir con una lucha que ya no tenía sentido.
—Es hora niña.
Al abrirse la reja, sus muñecas fueron enlazadas con una cinta negra y sus ojos oscuros impactaron el ambiente mortal que vivía observando, la injusticia la condenaba a ser prisionera de su inocencia. La mujer la seguía por detrás a cada paso y movimiento que daba. Era horrible sentir tanta perturbación al observar esas niñas, cada una en su prisión de cristal o más bien de hierro fundido. La primera que pasaron estaba vacía, ¿qué?, no podía ser, ¿por qué?, era solo una niña, ¿dónde estaba?, en el fondo de sus deseos esperaba que ella se encontrara bien. Eran demasiado malvados. Los recuerdos mataban a veces y más cuando llevabas a una persona a un lugar importante de tu existencia. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Recordar tantos secretos le hacía mucho daño. Tantas cosas habían hecho de ella una guerrera que sin saberlo hasta ahora estaba despertando del que hasta ahora había sido su eterno sueño.
—Lo siento, por lo de tu amiga.—dijo la mujer algo conmovida, pero no lo suficiente para no haber hecho nada.
—No era mi amiga.—por alguna razón, desde lo ocurrido se había hecho el juramento de no volver a tener jamás lo que hasta ahora llamaban amigas, siempre era lo mismo, tragedia, separación o traición, era como un ciclo repetitivo sin fin.
—Sé que hablaban mucho, pero fue su decisión.
—No... no quiero hablar de ella.
En eso continuaron con el hermoso recorrido hacia el juicio final. Los pasillos de las celdas la acogían y eso le hacía más daño. No quería llorar más. Desde que había llegado no soportó ver a tantas niñas y jóvenes metidas en esos calabozos, solo por ser inocentes de los crímenes de los que la mayoría de los de afuera eran culpables. Ya que más daba, cuando se te acusaba de algo, ni tu versión valía la pena y lo único que queda es esperar un milagro o un castigo. Prefirió bajar la mirada y dejar que el tiempo borrara de este mundo aquellas sombras que la perseguían. Pero como los recuerdos y el dolor existían, nada podía cambiarlo o remediarlo. En eso pasa por la celda de una de las más desobedientes y rebeldes. La miraron como si fuera su peor enemiga, con sus manos hacen una señal con un cuchillo invisible que solo la imaginación de pasarlo por el cuello las hacía sentir prepotentes.
—Hay va la chiquilla, quieres que te refresque un poco.—en eso saca un vaso de agua y lo avienta, las gotas caen como brisa en sus brazos. Tal vez necesitaba eso para despertar. Vive. Corre. Solo hazlo, elimina lo que no te deja volar y respirar, pero no lo hizo, tan solo se aventó a los recuerdos y así sucedió. Lo que ya se sabe. Lo que nadie cuenta. Lo que solo una persona que se rinde se oculta. Su pena. Su tragedia. Sus secretos.
...
Después de haber salido corriendo de la escuela con las voces de sus compañeras en su cabeza, tratándola como una criminal, la lluvia la volvió a recibir a mitad de camino. No quería volver y tampoco quería llegar. Decidió que debía ir a casa y decir lo ocurrido, pero para qué, todo iba a ser en su contra y tendría que entregarse. Así era la vida desde que se habían desatado normas más estrictas por culpa de la sobrepoblación. Todo era una excusa para llevar más gente al Abismo, eso sospechaba desde hace mucho, así que como supuso, todo era una mentira.
Se colocó un abrigo negro que llevaba amarrado a las caderas, no se había dado cuenta, se lo quitó y se cubrió con la capucha para que no la distinguieran. Se quedó observando el semáforo en rojo y con las lágrimas en el rostro mientras pasaba la calle, intento no pensar más en lo sucedido, pero fue imposible. Debía vivir y afrontar todo. Primero cruzando la calle y segundo, corriendo, hacia el puente para pensar con claridad que iba a hacer con ese problema.
No pudo evitar derramar una lágrima recordando todo lo que había pasado. Por suerte el abrigo cubría su rostro. Pasaban algunas parejas tan enamoradas, pensando que el mundo era suyo y que con solo ir tomados de la mano caminaban juntos hacia un final feliz asegurado. Es el error que la mayoría tiende a creer. Sus ojos enrojecidos solo fijaban la mirada en el lago. El agua estaba tranquila y algo silenciosa. Pero estaba viva a pesar de estar quieta, luego solamente se sentían las pequeñas gotas cayendo y formando ondas a penas visibles. Nada podía borrar lo que había pasado, por eso debía vivir el presente. Las gotas comenzaron a tocar el trágico mundo en el que se encontraba y por eso sus brazos acogían el torbellino que al parecer se volvió mínimas gotas. Después comenzó a nublarse el cielo y sin darse cuenta la noche llegó sin avisar.