Bajo la luz espectral de un cielo sin estrellas, ella avanzaba entre ruinas y cadáveres como una visión nacida del contraste imposible: la belleza encarnada en el cuerpo de un demonio. Piel de alabastro, tan pálida como la luna muerta; cabellos como hilos de plata cayendo en cascada, y ojos encendidos en rojo de un amor ingenuo, casi infantil. Era un ser cuya naturaleza no debía existir: una criatura infernal con el alma limpia, inocente… pura.
Y sin embargo, era ella quien abría el camino con su espada de fuego celestial. Ella, la que se suponía impura, era ahora la santa sagrada del arcángel que la había reclamado. No lo hizo por amor. Ni por fe. Sino por deseo. Por obsesión y negación de sus propios sentimientos.
Él, el rey de Alestis incorruptible, la había tomado como arma y como amante. Había fundido su virtud con la de ella, encadenando su cuerpo y su corazón a los suyos con un lazo que disfrazaba de devoción lo que no era más que posesión. Había hecho de su pureza una herramienta, de su amor una trampa, y de su cuerpo un campo de batalla.
Mientras ella caminaba entre los enemigos del cielo, bañada en sangre que no comprendía, su mirada brillaba con una esperanza ilusa. Creía estar viviendo su luna de miel, creía haber conquistado un imposible: el amor de un ser divino. No sabía que era la espada que se afila con cada beso, el cordero ofrecido en sacrificio con una corona de flores en la cabeza.
Él, desde las alturas, la contemplaba como un artista enfermo de deseo por su obra, y la llamaba “mi santa, mi espada, mi diente de león”. En sus labios, eso sonaba a condena.
Ella se abrazaba a sí misma, acurrucada entre los pliegues de un manto que olía a él, con las mejillas ardiendo como si su piel recordara cada caricia, cada susurro, cada roce de sus manos como fuego sagrado. Sus ojos, grandes y rojos como gemas vivas, centellean con la ilusión de un primer amor, de ese amor que parece escrito en los cielos y en las canciones de los ángeles.
Teldrasil era su todo. Su luz. Su guía. Su amado.
A veces, cuando el viento soplaba suave y le acariciaba los cabellos plateados, Beel creía escuchar su voz llamándola "mi dulce santa", y su corazón brincaba como un ciervo juguetón que acaba de descubrir el primer claro del bosque. En esos momentos, su alma se hinchaba de dicha, como si todo en el mundo cobrara sentido por ese único lazo que los unía.
Y cuando pensaba en aquella primera vez —esa noche envuelta en susurros y promesas silenciosas— su pecho se llenaba de calor, sus labios temblaban al recordarlo, y sus mejillas se teñían de un rubor tan vivo que apenas podía contener una risita tímida. Fue mágico. Fue perfecto. Fue amor.
Para ella, no fue una entrega. Fue una fusión. Un milagro. El momento en que sus almas danzaron al unísono, cuando sus dedos entrelazados parecían estrellas cayendo del cielo, y cada beso era una flor abriéndose entre sus costillas.
No veía cadenas. No se sentía usada. Solo creía en el amor. Amor en su forma más pura, más noble, más absoluta. En su mente ella no era un arma. Ella era su elegida. Su santa. Su mujer. Y lo amaba con toda la fuerza de su alma infantil, esa alma que, por él, había querido volverse humana, para poder ser un poco más digna.
Teldrasil le había prometido regresar, otra vez, había llenado sus oídos de dulces mentiras que sabían a verdad, él le contó su propia versión de los hechos, le dijo que sus hermanos se habían vuelto a él.
Ella y su amado mentiros se encontraban recostados sobre flores hermosas que les servían de lecho, él se levantó dejando a Beel con ganas de seguir recostados por más tiempo.
—¿Que sucede? ¿Por que se levanta?—le preguntó ella mirándolo con anhelo.
—Me tengo que ir.—esas palabras fueron como una daga en el cuello de Beel y rápidamente se llenó de angustia.
—No…¿por qué? Yo no quiero que se vaya…
—He estado contigo más tiempo del que debía…no puedo ser tan descuidado, no cuando…mi vida corre peligro.
—¿Que?—un vértigo espantoso se apoderó de Beel he inmediatamente le pidió explicaciones.—¿su vida corre peligro? ¿Hay alguien que se atreva a levantar su mano contra usted?
—No quiero preocuparte, no arruinaré nuestra felicidad…
—¡No! Por favor dígame lo que pasa…si Hau alguien que quiera hacerle daño lo mataré, se lo entregaré en sus manos…—le dijo ella con el ceño fruncido.
—¿Aun si son más criaturas de las que puedes contar? ¿Aun si eso incluye a tu querido maestro?—le preguntó Teldrasil sosteniéndoos su rostro mientras la miraba.
—¿Mi maestro? ¿El señor Azazel está involucrado en esto? Es imposible…él no…no podría…debe haber un error…
Al escuchar como el semblante y el tono de voz de Beel cambiaban al escuchar el nombre de su maestro, Teldrasil se sintió molesto y le dio la espalda mientras se vestía.
—¿Lo crees incapaz de ser un villano? ¿Tanta fe le tienes a mi hermano?—la cuestionó Teldrasil con el semblante sombrío.
—Mi maestro jamás haría algo para lastimarlo, créame, él…
—Tu querido maestro es quién me ha traicionado.
Aquellas palabras fueron como una avalancha de agua helada sobre Beel, el causante de las desgracias y dolores de su amado, era nada más y nada menos que el hombre que más respetaba y admiraba, su maestro.
—Ha levantado la mano contra mí, ha hecho que Sphora y todo el reino de Alestis me tengan por villano, han mal interpretado mis intenciones de ayudar a proteger a nuestro imperio de los titanes, los monstruos que podrían asesinarnos sin piedad se multiplican como bichos en la tierra, se supone que ninguno de ellos debería existir, son seres despiadados y sin embargo, los han protegido.
—Los…titanes…
—La emperatriz bruja que te ensució la mente, la misma que te separó de tu único hermano y lo puso contra ti, ella, junto a sus dos hijos son una amenaza latente contra mí y el reino de Alestis, pero Azazel…mi propio hermano se ha nombrado el segundo al mando, planea robarme la corona, con Sephora de su lado no tardarán en convencer a Sent y a Albafica de que también me traicionen.