Sebastián Blackwood
—No, gracias. Ya comí algo en la cocina —respondió Clara, su voz aún plana, evadiendo mi orden de sentarse como si fuera una sugerencia y no un decreto.
Mis dedos se apretaron levemente alrededor del tenedor. La tolerancia que había mostrado al cancelar mi día tenía límites, y ella los estaba probando uno a uno.
—Fue una orden —recalcé, clavando la mirada en ella. No me gustaba repetirme.—Hoy saldremos de compras. Necesito ropa para Benjamín.
Ella frunció el ceño, por fin mostrando una emoción más allá del desdén. —Pero ya tiene suficiente. Tiene un armario lleno.
—Y a mi heredero no le puede faltar absolutamente nada —espeté, con la contundencia de quien termina una discusión.—También compraremos ropa para mí.
—¿Ya no tienes suficiente? —preguntó, con un deje de sarcasmo apenas velado que hizo que me enderezara en la silla.
Benjamín, en mi regazo, gorjeó y tiró un trozo de papaya al suelo, distraído por la tensión.
—No la voy a usar yo —aclaré, dejando el tenedor con un golpe seco contra el plato.—Sino tú. Compraré lencería para ti.
Sus mejillas se sonrojaron al instante, una mezcla de indignación y vergüenza. Cruzó los brazos sobre el pecho, una defensa débil.
—También hay que comprar cosas para abastecer la cocina —dijo, cambiando de tema con torpeza, buscando recuperar algo de control sobre la situación.
—De eso se encarga alguien —dije con un gesto de desprecio. Los detalles domésticos eran trivialidades que no merecían mi atención ni la suya.
—Sebastián —insistió, y esta vez su voz tuvo un tono diferente. No era un desafío, era una súplica genuina.—Te lo pido por favor. Si yo voy a cocinar, que también sea yo la que elija mis condimentos. Las hierbas, las especias… Es lo único…
Se calló, mordiéndose el labio, como si se hubiera dicho demasiado.
La miré fijamente. Estaba pidiendo, no exigiendo. Reconociendo mi autoridad al solicitar un permiso. Y pedía por algo ridículamente pequeño, casi insignificante. Un gesto de independencia minúsculo en su prisión dorada.
Una parte de mí quería negárselo, solo para recordarle quién mandaba. Pero otra parte, una parte que se estaba acostumbrando a la idea de tenerla aquí, de domesticar esta nueva versión de nuestra vida, vio el valor estratégico de una concesión.
Mantenerla contenta, o al menos no completamente resentida, haría que la convivencia fuera más manejable. Y si elegir su comino o su pimentón dulce era lo que necesitaba para sentir que tenía una pizca de control, que así fuera.
—Ok —asentí, con un tono que pretendía ser indiferente, como si me diera igual.— Lo que pidas.
La sorpresa se pintó en su rostro. Claramente, esperaba una negativa. Asintió lentamente, sin decir nada más, pero su postura se relajó un milímetro.
—Bien —dijo, y fue la palabra más cercana a un acuerdo que habíamos intercambiado desde su regreso—. Entonces… ¿cuándo salimos?
—Después de que yo termine mi desayuno —respondí, retomando el tenedor.—Y después de que te sientes y tomes al menos un café conmigo. —Alcé la mirada, desafiándola a negarse.— Como una familia.
La última palabra quedó flotando en el aire, pesada y cargada de significado. Ella dudó por un instante, mirando a Benjamín, que ahora masticaba otro trozo de fruta felizmente en mi regazo. Finalmente, con un suspio casi inaudible, se acercó a la mesa y se sentó en la silla frente a mí. Tomó mi taza de café—la que yo no había tocado—y bebió un sorbo, evitando mi mirada.
No era una victoria completa. No era la sumisión absoluta que anhelaba. Pero era un comienzo. Un pequeño paso hacia la normalidad distorsionada que estaba decidido a construir. Ella en la mesa, yo a la cabecera, nuestro hijo entre nosotros.
Mientras desayunaba, ya estaba mentalmente haciendo una lista de las boutiques que visitaríamos. Ropa de diseñador para Benjamín. Y para ella… lencería de seda y encaje. Muy poco de ella. Solo lo suficiente para recordarle, y recordarme a mí, quién era el dueño del cuerpo que vestía.
—Vete a preparar —ordené, mi voz un eco de la autoridad que emanaba de cada poro en este penthouse que era mi reino.
Ella, Clara, no protestó, obedeció en silencio. Tomó a Benjamín de mis brazos con una suavidad que nunca me dirigiría a mí. —En un momento estamos listos —murmuró, y se alejó por el pasillo hacia las habitaciones. Me quedé solo en la sala, la quietud del penthouse amplificando el zumbido de mi propia obsesión.
Mientras, recogí la mesa con movimientos eficientes, depositando los platos en la máquina lavavajillas de acero inoxidable. Cada gesto era metódico, controlado. Luego, me senté en el sofá de cuero blanco a esperar. El tiempo pasó. Treinta minutos. Me impacienté, pero la espera valió la pena.
Cuando finalmente aparecieron, el aire se me atragantó en la garganta.Clara llevaba un pantalón de corte perfecto que se ceñía a sus curvas y a ese trasero que me volvía loco como una segunda piel de una manera que me hizo clavar las uñas en la palma de la mano, y una blusa de seda que gritaba elegancia costosa. Estaba maquillada de forma sutil, pero suficiente para destacar esos ojos que me volvían loco, esos ojos que me desafiaban y me hechizaban en igual medida y esos labios que anhelaba devorar. Estaba hermosa. Y era mía. Benjamín, a su lado, parecía un pequeño príncipe con su conjunto impecable.
—Ya estamos listos —anunció ella, una voz con un hilo de sonido que pretendía ser neutral pero que delataba un nerviosismo que me complació.
Asentí, me levanté y tomé a Benjamín en mis brazos. Salimos del penthouse, bajamos al sótano en el ascensor privado y nos montamos en la parte trasera del Maybach. El chófer ya esperaba.
—¿A dónde vamos primero? —preguntó Clara, su mirada perdida en el paisaje que se desdibujaba tras el cristal tintado.
—A la tienda de bebés —respondí, sin mirarla, jugueteando con los suaves rizos de Benjamín.