Mi Luna es Mayor & Difícil

29. La Bestia Soy Yo

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El sol aún no se alzaba del todo cuando Johnny se detuvo, pala en mano, en medio del terreno de trabajo.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Un segundo antes estaba hablando con Kai sobre la entrega de material.

Y al siguiente…
El aire cambió.
El pecho se le apretó.
El mundo pareció inclinarse apenas.

“¿Lo sentiste?” preguntó Salvatore, en su cabeza, con un tono que ya no era bromista, sino alerta. Firme.

Johnny no respondió.

Porque sí.

Lo sintió.

Una punzada en el pecho.
Un tirón en el alma.
Una sensación de que algo no estaba bien.

Como si su corazón hubiera girado hacia el norte sin permiso.

“Ese fue el vínculo. Ve que este bien.”

La pala cayó al suelo con un golpe seco.

Y Johnny, sin decir una palabra, echó a correr.

***

La motocicleta rugió como un lobo furioso.
El casco apenas ajustado.
Los semáforos ignorados.

Y su pecho… al borde de estallar.

Tenía que verla.
Tenía que saber que estaba bien.

Pero cuando llegó al hospital…
Lo supo antes de preguntar.

El caos lo recibió en la entrada.

Dos enfermeros gritaban entre sí.
Una bandeja metálica rodaba por el suelo.

El guardia de seguridad hablaba por radio con la voz alterada.

Johnny sintió cómo su sangre comenzaba a hervir.
Empujó la puerta de emergencia sin detenerse.
Corrió por los pasillos.

Y cuando llegó a la habitación…

Vacía.

Solo quedaban las sábanas revueltas.
El pitido del monitor ya silenciado.
Y una vía arrancada colgando del lateral de la cama.

—¡NO! —rugió, golpeando la pared con la palma abierta.

Salvatore bramó en su mente:

“¿Dónde está? ¿¡DÓNDE ESTÁ NUESTRA LUNA!?”

Johnny salió como una tormenta al pasillo y arrinconó al primer médico que vio, sujetándolo por el cuello del uniforme.

—¿Dónde está Catherine?

—¡S-se fue! —balbuceó el médico, los ojos como platos.

—¿CÓMO QUE SE FUE? ¿SE ESCAPÓ?

—¡No lo sabíamos! Nadie lo notó hasta que revisamos su habitación. Las cámaras… —tragó saliva—. Las cámaras la captaron saliendo hace casi una hora. Sola. A pie. No dejó nota. Nada.

Johnny sintió que el mundo se abría bajo sus pies.

Una hora.
Una maldita hora.

Johnny tragó saliva y apretó los puños.

No había tiempo para gritar más.
Ni para pelearse con médicos distraídos.
Había que actuar. Ya.

Y entonces lo hizo.

Cerró los ojos, clavó los dientes y envió su voz mental al lazo de la manada.

“¡ATENCIÓN! Catherine… desapareció. Salió del hospital. Estoy rastreando. Y necesito a todos. Ya.”

El llamado no necesitó explicaciones.

No hizo falta.

En segundos, la red mental vibró con respuestas.
“¿Dónde fue vista por última vez?”
“¿Está herida?”
“¡Vamos para allá!”
“¿Johnny, estás bien?”

Pero él ya no estaba para responder.

Porque su voz mental apenas terminó de emitir el mensaje, Johnny salió corriendo por la puerta trasera del hospital.

El bosque lo llamaba.
El rastro lo llamaba.
Ella lo llamaba.

Y Salvatore rugió desde lo profundo de su mente:

—¡Déjame, Johnny! ¡Déjame salir! ¡Yo puedo rastrearla! ¡¡YO PUEDO ENCONTRARLA!!

Johnny no dudó.

Se lanzó entre los arbustos.
El cuerpo tembló.
Los músculos crujieron.
Los huesos cambiaron.

Y en segundos…
Johnny ya no era Johnny.

Era Salvatore.

Pelaje oscuro.
Ojos dorados.
Fauces abiertas.

Poder salvaje y puro rugiendo entre árboles y tierra.

Aulló.

Un grito agudo que partió el aire.
Una declaración.
Un lamento.
Una orden.

Su luna estaba perdida. Y el lobo iba por ella.
Porque si no la encontraba, se perdía a sí mismo también.

No tardaron en llegar los demás.
Del bosque, del pueblo, de los turnos de trabajo…
Uno a uno, los lobos de la manada salían de sus formas humanas.

Kai, con su pelaje claro y sus patas largas.
Elan, nervioso pero decidido.
Adrián, ladrando instrucciones que nadie pidió.
Brian, su padre Beta, al frente de los flancos.

Y detrás, como una sombra silenciosa… Rey.

“Ya estamos aquí, hijo. Somos trece. Todos dispersos. Cubrimos el perímetro en abanico. Pero tú vas al frente. Tú sigues el olor. Tú lideras. —dijo Rey, el alfa, en la red mental, su voz como trueno.

Salvatore olfateó con fiereza.

Y allí estaba.

Canela.
Vainilla.

Un rastro claro entre los árboles.

Pero con algo extraño.
No era solo su aroma.

Había algo más…
Tierra.
Energía.
Cambio.

Pero no importaba ahora.
Solo había una misión.

Encontrarla.

El bosque se abría ante ellos como una canción salvaje.

Las patas golpeaban la tierra con urgencia.
Las ramas se agitaban.
Y entonces… la sintieron.

Ella.

El aroma era más fuerte.
Más puro.
Diferente.

Salvatore jadeó en la mente compartida.

“¡Alfa… ALFA, ES ELLA! ¡YA CASI ESTAMOS! ¡HUELE A LUNA Y A GLORIA Y A UN POCO DE LOCURA, PERO LA BUENA!”

Y entonces… la vieron.

Primero entre los árboles.
Luego entre las sombras.
Una figura se movía, felina y temblorosa.

Una loba.
Pero no cualquier loba.
Su pelaje era de un marrón profundo, como chocolate caliente al sol.




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