Viñedo D’Arcy, invierno del 2001
No sé por qué estoy escribiendo estas palabras. Tal vez para que mi hija, algún día, cuando tenga la edad suficiente, comprenda que la vida no es fácil… y que su madre no fue una cobarde. Solo era humana.
Me fui de casa a los diecisiete, el mismo día que enterramos a mi padre… y con él, lo poco que quedaba de mi infancia. No hubo despedidas. Solo una maleta vieja, una beca universitaria y una decisión firme: no volver jamás.
Mi madre, demasiado ocupada criando a los hijos del hombre que destruyó nuestra familia —su amante, el mejor amigo de mi padre—, jamás preguntó a dónde iba. Y yo tampoco quise contarle. Para mí, ella murió ese día. Ella tomó su decisión… y yo tomé la vida. ¿Me arrepiento? No. Aunque reconozco que no ha sido nada fácil.
No confío en las amistades. Especialmente en aquellas que fingen cercanía. Aunque tuve un amigo… Luigi. El único que me trató como un ser humano, el único que me vio realmente antes de conocer a mi Carl. Donde sea que estés, Luigi… espero que estés bien.
Desde entonces, me hice invisible. Dejé de llamar. Dejé de responder cartas. Abandoné a todos antes de que pudieran seguir abandonándome a mí.
El vino fue lo único que no me falló. En su aroma, en su acidez y en su pureza, encontré una verdad que nadie podía manipular. Cuando llegué al viñedo D’Arcy, pensé que por fin podría construir algo propio. Algo limpio. Pero no entendía que incluso la tierra más fértil guarda veneno si se siembra con mentiras.
Allí conocí a Enzo Russo. No sé si me eligió por debilidad o por lo fácil que era controlar a alguien roto. Pero lo hizo. Me moldeó. Me quebró. Me convirtió en una sombra con bata blanca, obediente y muda. Me hizo creer que mi voz no importaba. Que el amor era un error.
Callé. Mucho. Demasiado.
Hasta que el cuerpo empezó a apagarse. Y entonces supe que no podía irme con la historia atragantada.
Escribí. No todo, pero lo suficiente. Dejé palabras escondidas en un cuaderno, un diario. No busco venganza. Solo que alguien entienda. Que alguien —quizá una muchacha de ojos cansados, o un joven lleno de rabia— descubra que una mujer como yo también puede encontrar algo de redención antes del fin.
Tal vez esta carta suene a despedida, pero lo cierto es que tengo miedo.
Los Russo guardan demasiados secretos, demasiadas traiciones. Deseo, con todo el corazón, que la nueva generación no sea como sus antepasados.
Deseo que los pequeños Leonardo y Colin sean diferentes.
De Matteo… no tengo muchas esperanzas. Ese niño tiene la frialdad en la mirada. La misma maldad que corre por las venas de su padre.
O tal vez solo estoy divagando, agotada por el cansancio y los años.
En este instante, espero con ansias mis vacaciones con mi amada familia.
Ahora que lo pienso… no fracasé.
Tengo un hombre que me ama.
Y una preciosa niña que lleva mi sangre y mi ternura.
¿Soy feliz?
Por supuesto. Y desearía que esta felicidad… dure hasta la eternidad.
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Helena
(Pensamientos dispersos, jamás escritos)
Helena contemplaba el viñedo cubierto de escarcha desde la ventana del estudio que había pertenecido a su padre. Todo parecía quieto, puro, dormido. Pero ella sabía que, bajo esa capa blanca, la tierra aún guardaba secretos que nadie quería ver.
A veces soñaba que su hijo la llamaba.
Pero no era su hijo mayor.
Era el otro.
El que se parecía a ella, no al que era la viva imagen de su marido.
El que nunca volvió.
El que se desvaneció entre rumores, acusaciones y mentiras.
El que le arrebataron… sin darle tiempo de luchar por él.
El que no sabía dónde estaba. O si seguía vivo… o siquiera si alguna vez la recordaba.
Ahora cuidaba de un niño que no le pertenecía… pero que era su nieto.
Un ser humano inocente, que sufría el resentimiento de quienes deberían amarlo.
Que cargaba con culpas ajenas, con pecados que no eran suyos.
Como su madre.
Como ella.
Leonardo la llamaba nonna con una dulzura que la desarmaba. Y ella se aferraba a ese nombre como quien se aferra al último trozo de humanidad.
—Estoy criando a tu hijo, Alexandra. Como prometí. Porque guardé silencio. Porque soy cómplice. Porque lo que te hicieron a ti, también me lo hicieron a mí… y aun así callé. Pero temo que no me alcance el alma para protegerlo del mundo que lo espera…
Nunca hablaba de ello.
Ni con Enzo.
Ni con nadie.
El silencio había sido su escudo. Y también su castigo.
Esa noche, se sentó frente al fuego.
Con un cuaderno entre las manos.
Quemar lo que había allí era su forma de proteger a quien amaba.
Tiró el cuaderno al fuego y lo observó arder hasta que solo quedaron cenizas.
Después, se levantó, acarició el cabello del pequeño Leonardo mientras dormía, y susurró:
—No permitiré que el viñedo devore tu alma, bambino mio. Aunque tenga que dar la mía a cambio.
Afuera, en el viñedo, la escarcha comenzaba a derretirse.
Y bajo la tierra, las raíces aún recordaban…
Todo lo que fue sembrado en silencio.
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Otoño de 2008
Una niña de ocho años, llevaba sus trenzas mal hechas por su padre esa mañana y el uniforme escolar ligeramente arrugado. Estaba sola, en el patio de su escuela primaria de Charlottesville, con la mochila colgando floja de un hombro.
Tres niñas más grandes y mayores que ella la habían acorralado debajo de un roble. Se reían sin pudor, como si la humillación fuera un juego.
Editado: 21.07.2025