Mi Matrimonio Con El Hijo Del ViÑedo

ENTRE LA PIEL Y EL ALMA

El mundo alrededor pareció desvanecerse. Las voces del restaurante se diluyeron en un murmullo distante, la luz tenue dejó de importar, y hasta el postre olvidado sobre la mesa se volvió un detalle insignificante. Solo existían ellos dos: sus bocas buscándose con urgencia, sus respiraciones entrecortadas, el roce de dos almas que por fin se dejaban llevar por lo que sentían.

Cuando se apartaron apenas un instante, sus frentes quedaron unidas. Leonardo respiró hondo, como si acabara de emerger de un océano profundo después de haber estado a punto de perder el aire.

Se separó apenas lo suficiente para mirarla, sus labios todavía rozando los de Aisha, como si se negara a aceptar la distancia. Su respiración seguía temblorosa, cargada de deseo y de algo más antiguo, más hondo: un anhelo contenido que nunca antes había sentido.

La contempló en silencio, devorándola con la mirada, como si todo en él se definiera por ella: por la curva de su boca todavía húmeda, por el destello avellana de sus ojos, por el temblor apenas perceptible en sus dedos que parecían buscarle sin atreverse del todo. En ese instante, no había herencias ni pasados que dolieran, no había secretos ni sombras. Solo la certeza de que, en ella, su mundo encontraba sentido.

—Ven conmigo —murmuró con voz baja, ronca de deseo—. Quiero llevarte a casa, Aisha.

Ella parpadeó, sorprendida por la súbita intensidad en sus palabras.

—¿A casa?

—A mi cama —aclaró sin rodeos, con una sinceridad que no dejaba espacio a malinterpretaciones—. Solo quiero quitarte ese vestido... y tenerte toda la noche entre mis brazos.

Antes de que ella pudiera responder, él la besó de nuevo. Esta vez no hubo contención ni dulzura: fue un beso voraz, profundo, cargado de todo lo que habían callado. Un beso nacido de las miradas contenidas, de las palabras que jamás se atrevieron a pronunciar y de los silencios que los habían unido en secreto.

Ya se habían besado el día anterior, en el auto, pero aquello había sido apenas un destello. Ahora, en cambio, se reconocían de verdad.

Aisha le devolvió el beso con la misma pasión, sus dedos crispándose en la tela de su camisa, arrastrándolo más cerca, como si temiera que al soltarlo él pudiera desvanecerse. Sus lenguas se encontraron, explorándose con avidez, compartiendo no solo el dulzor de la tarta o el amargor del espresso, sino algo más hondo, más antiguo… como un deseo guardado demasiado tiempo en la penumbra.

En medio de esa entrega, Aisha alzó una mano y acarició su mejilla con la suavidad de un suspiro. Fue un gesto tan íntimo, tan tierno, que contrastó con la fuerza del beso… y lo desarmó por completo.

Leonardo aflojó la presión de sus labios, abrió los ojos y la miró. En los de ella ardía el deseo, sí, pero también algo inesperado: calma, certeza.

—Me encantaría estar entre tus brazos esta noche —susurró Aisha, con voz suave pero firme—. Pero no hoy… no así. Quiero que sea en nuestra noche de bodas.

El silencio descendió sobre ellos como un manto, denso, lleno de lo que ninguno se atrevía a decir en voz alta.

—¿Por qué? —preguntó Leonardo, sorprendido, bajando la mirada. Sintió una punzada en el pecho, como si sus palabras fueran un rechazo.

—Porque es pronto —respondió ella con un hilo de voz—. Apenas llevamos dos semanas encontrándonos… y quiero que cuando llegue ese momento, sea un hermoso recuerdo.

—Por favor… —murmuró él, inclinándose hacia ella, la voz quebrada por la urgencia—. Solo deseo tenerte entre mis brazos, acariciar tu piel, besar cada centímetro de ti… Quiero tocarte. Ven conmigo.

—Me encantaría —susurró Aisha, alzando la mirada para sostenerlo—. Pero te pido que esperes un poco más.

Leonardo retrocedió apenas, y en sus ojos el fuego se apagó, reemplazado por una sombra de desconcierto. Apretó la mandíbula, bajó la vista un instante y luego volvió a buscarla, herido.

—¿Acaso estás diciendo que no me deseas en este momento? —preguntó, con la voz cargada de frustración y vulnerabilidad.

—No —negó Aisha de inmediato, tomando su rostro entre las manos—. Te deseo más de lo que imaginas. Pero no quiero que esto sea solo un impulso. No quiero que seas solo una noche en mi vida… quiero que seas todas— añadió tímidamente.

No era timidez lo que la contenía; era la certeza de que, si seguía mirando esos ojos azules, dilatados de deseo, acabaría rindiéndose a lo que él pedía.

Él respiró hondo, luchando contra la sensación de haber sido rechazado, aunque sabía que no era eso. Sabía que ella no lo alejaba… lo estaba sosteniendo en un lugar más profundo. Y aun así, dolía.

—Creí que... estabas lista —murmuró, bajando la mirada.

Leonardo la observó en silencio, con los labios entreabiertos por la súplica que no obtuvo respuesta. Por un instante, una idea cruzó su mente: ¿Y si era virgen?

La duda se instaló con fuerza, como una revelación inesperada. Quiso preguntar, pero algo en la mirada de Aisha —firme, dulce, decidida— lo detuvo.

No. No era el momento.
En lugar de palabras, acarició con la yema de los dedos la mejilla de ella y se limitó a asentir.

—En una situación como la nuestra, no estoy lista aún —respondió ella con una dulzura firme—. Eso no significa que no esté dispuesta a ir más allá... Solo quiero que lo que sea que tengamos se construya más allá del deseo. Quiero que, en nuestra noche de bodas, me mires y sepas que soy completamente tuya… sin dudas, sin miedos, sin arrepentimientoos, sin más muros entre nosotros.

Leonardo cerró los ojos por un instante, conteniendo algo dentro del pecho. Cuando los abrió, la intensidad seguía allí, pero se había transformado. Era más compleja. Más real.

Aisha se lo estaba poniendo más difícil... Esto no podía ser solo atracción física.

No quería pensarlo. No quería preguntárselo. Porque una parte de él temía profundamente la respuesta.

Aisha Davis… la primera mujer que había tenido el atrevimiento de rechazarlo. Apenas un mes atrás, Leonardo jamás habría imaginado encontrarse en una situación semejante: él, que tantas veces había sido buscado y deseado, ahora se descubría suplicando, implorando en silencio, por una sola noche de pasión con la mujer que no eligió, con la prometida que le fue impuesta. Y sin embargo, aquella imposición se había convertido en la única certeza que lo mantenía vivo, la chispa que había encendido un fuego imposible de sofocar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.