Leonardo estaba sentado en su despacho, en la oficina del viñedo. Sus dedos tamborileaban con impaciencia sobre el escritorio, mientras sus ojos se perdían en los documentos que no ofrecían ninguna respuesta. Aún no había un resultado claro sobre la causa de la marchitación de las plantas de vid.
Por fortuna, el daño parecía limitado: solo las vides de Burdeos habían sido afectadas, mientras que las demás permanecían intactas. Aquello le brindaba un respiro, un pequeño alivio en medio de la incertidumbre. Porque de haber sido distinto, si la enfermedad se hubiese extendido a todos los invernaderos, habría sido devastador. No solo para él, sino para todos los que habían entregado su vida y su esfuerzo en experimentar con semillas nuevas. Semillas traídas de otras tierras, aclimatadas con paciencia y riesgo.
El celular comenzó a vibrar sobre el escritorio. Leonardo lo tomó de inmediato, convencido de que podía ser Aisha. Pero no era ella.
—Evelyn —saludó, con una sonrisa que le suavizó el rostro.
—Leonardo… ¿cómo estás? ¿Nervioso por el gran día? —preguntó ella, con un tono cómplice.
—Más ansioso que nervioso —admitió—. ¿Y tú? ¿Ya llegaste a Richmond? Enzo me dijo que vendrías.
—Acabamos de registrarnos en el hotel. Ahora estamos descansando.
—¿Y si almorzamos juntos? —propuso de inmediato.
—Me leíste el pensamiento. Justo llamaba para invitarte a almorzar… Por cierto, los niños desean verte.
Leonardo sonrió. Hacía mucho que no veía a Maya y Sean, los medios hermanos de Colin.
—¿Quieres que llame a Colin?
—Ya lo hice. Me aseguró que estará aquí al mediodía.
—Perfecto. Nos vemos en un rato.
—Nos vemos.
Colgó, todavía con una ligera sonrisa. Evelyn, la madre de Colin, la última exesposa de Enzo. La única, dentro del clan Russo, que alguna vez lo miró como a un ser humano y no como a una pieza más en el juego familiar. Incluso en los momentos más oscuros, cuando Helena falleció, fue ella quien le ofreció sostén y consuelo.
Leonardo tenía seis años cuando Evelyn se casó con Enzo. Dos años después nació Colin, y aunque el matrimonio no prosperó, ella siempre quiso que Leonardo siguiera formando parte de sus vidas. Que él estuviera para Colin, y Colin para él. Algo que a Enzo le incomodaba.
Recordaba también que Lucas jamás aprobó a Evelyn. Con la excepción de Helena, que sí le tenía un cariño genuino, nadie más dentro del clan la aceptaba del todo. Y, sin embargo, Evelyn siempre había estado ahí.
Si bien su verdadera figura materna había sido Helena, no podía negar que Evelyn, pese a su juventud, también había desempeñado un papel importante durante su crianza. Todo lo contrario a Celine, la madre de Matteo, quien siempre lo había mirado con desprecio y no pocas veces animó a su hijo que lo golpeara cuando eran niños.
Soltó un suspiro. La idea de llamar a Aisha para presentarle a aquella otra mujer importante en su vida lo tentó por un instante, pero desistió. Imaginó que ella tendría un día ocupado y, además, sabía que esperaba la llegada de su amiga —aunque ignoraba la hora exacta—, por lo que supuso que estaría atareada.
Una hora después, Leonardo llegó a Richmond. Condujo directo al restaurante cuya dirección Evelyn le había enviado poco antes.
Era un local familiar, cálido y bullicioso, con las paredes adornadas de fotografías antiguas y luces que colgaban en guirnaldas. Apenas cruzó la puerta, el aroma a pan recién horneado y a salsa especiada lo envolvió, despertando en él una sensación casi olvidada de hogar.
Su mirada recorrió el lugar hasta detenerse en una de las mesas. Allí estaba Evelyn, acompañada de su familia, su elegancia intacta pese a la sencillez del entorno.
De pronto, una pequeña niña rubia, con trenzas perfectamente peinadas, se bajó de su silla al verlo y, con una sonrisa desbordante, gritó:
—¡Tío Leo!
Leonardo se agachó de inmediato para recibir el abrazo efusivo de la pequeña, que lo rodeó con sus bracitos finos y un entusiasmo desbordante. Él sonrió, dejando que aquella inocencia lo contagiara.
— ¡Vaya, cuánto has crecido! —murmuró con ternura, acariciándole la cabeza.
En ese instante, Evelyn se levantó y caminó hacia él. Su sonrisa era amplia, sincera, y lo abrazó con afecto, como si no hubiera pasado el tiempo desde la última vez que se vieron.
— Leo… —susurró ella, con una mezcla de nostalgia y alegría.
— Evelyn —respondió él, estrechándola con respeto y cariño.
El esposo de Evelyn también se acercó para saludarlo con cordialidad, extendiéndole la mano en un gesto franco.
Detrás de él, un pequeño de apenas tres años, Sean, intentaba esconderse aferrado a la pierna de su padre, observando con desconfianza al recién llegado. Leonardo se inclinó despacio, sin perder la suavidad en el rostro, y le tendió la mano.
— Hola, campeón —le dijo con voz cálida— ¿No recuerdas a tu tío Leo?
Sean dudó un segundo, pero al ver la serenidad en los ojos de Leonardo, asomó apenas la mano para saludarlo. El gesto tímido arrancó una sonrisa más amplia a Leonardo, quien respetó su espacio, sin forzar la confianza.
— Creo que te ha olvidado — dijo Colin con una sonrisa pícara.
— No lo creo — respondió Jhon McCallister con calma.
Leonardo saludó a Colin con un abrazo fraternal.
— Tío Leo, siéntate a mi lado — pidió Maya, la pequeña de ocho años, con sus ojitos brillando de ilusión.
— De acuerdo, princesa.
Leonardo dejó que la niña rubia lo tomara de la mano y lo guiara hasta la silla, donde se sentó complacido junto a ella.
— ¿Por qué eres más amable con él? — reclamó Colin, cruzándose de brazos.
— Pues siéntate aquí — replicó Maya, señalando el asiento al otro lado de ella.
— Llegó Leo y ya se robó la atención de mi hermanita… — murmuró Colin fingiendo fastidio.
Leonardo soltó una breve risa.
— Y bien, Leonardo, ¿cómo va todo? — preguntó Jhon, cambiando el tono hacia lo serio.
Editado: 30.08.2025