Ginebra había vuelto a retomar sus hábitos de salir a quemar la noche. La llegada de Lena había hecho correr como la pólvora sus malos hábitos. Lena llegaba con el corazón roto y eso, amigos míos, es lo más peligroso que existe. Un corazón roto cree tener tan poco que perder que arrolla todo lo que encuentra a su paso sin importar las circunstancias. Y eso era Lena en estos momentos de su vida. Un torbellino que solo creía sentir cuando se desmadraba creyendo que nada en el mundo importaba más que el aquí y el ahora. Pero Ginebra estaba en otro nivel de su vida en el que el desfase sobraba por completo y, en el fondo, ella lo sabía. Por eso no se sorprendió demasiado cuando se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo.
Ginebra no nos contaba demasiado de su vida. Era lo que podríamos llamar una persona extra reservada. De las que no sueltan prenda por más que una lo intente. Además, sabe disimular a la perfecciona si que jamás sospeché que pudiera estar conociendo a alguien. Pero lo estaba. Y por raro que me pudiera parecer incluso comenzaba a sentir pequeñas cositas en el pecho que la tenían desconcertada. Al principio pensó que eran gases. La muy burra estuvo atiborrándose a antiácidos y a manzanillas. Pero los supuestos gases nunca llegaban a desaparecer, porque no existían. Un día me la encontré en mi piso de cuclillas. La estuve observando durante cinco minutos y la tía no se meneaba lo más mínimo. Al final tuve que preguntar.
Mi amiga se levantó malhumorada pero las piernas le fallaron, a saber, cuanto tiempo llevaba en esa postura con lo bruta que es, y acabó cayendo de bruces contra el suelo.
Me coloqué sobre ella para mirarla desde arriba. Un huevo empezaba a crecer en su frente, pero no se lo quise decir para que no acabara con toda la reserva de mantequilla de mi nevera. No me había dado tiempo a pasar por el super.
Ginebra era un poco friqui, no sé si os lo había contado alguna vez, y estaba suscrita a unas revistas de lo más extrañas que le mandaban desde china o Japón. Nunca me queda muy claro.
Y Ginebra se pasó caminando las siguientes dos semanas. Pero claro los gases, que no eran gases, seguían ahí. Porque lo que a mi amiga le pasaba era que empezaba a sentir cositas bonitas por una persona desconocida de la que nadie sabíamos de su existencia. Aunque para desconocido el sentido del amor en mi amiga Ginebra. Veréis, os voy a pasar a relatar la experiencia más cercana al amor de Gin. Gin se ha acostado con la mitad de la plantilla del equipo con el que trabaja. Algo lógico si tenemos en cuenta que son deportistas de élite y ella es una chica soltera y sin compromiso de muy buen ver. Fuera de ese círculo creo haberla oído contar que también ha tenido algún escarceo con amigos y conocidos que se mueven por su mismo círculo. Fin. Nada de relaciones largas, nada de manta y sofá, nada de compartir cepillo de dientes, nada de ir a cenar. ¡NADA! Para Ginebra el amor está sobrevalorado y, ha llegado a decirme, que no existe. Además, la muy cerda utiliza mi reciente bifracaso, palabra que me acabo de inventar por haber sufrido dos fracasos en uno, para justificar su falta de interés hacia las relaciones serias. Y es por esto por lo que cuando, de repente, empieza a sentir un nudo en el estómago la bruta piensa que sufre de flatulencias retenidas y se va a andar como una posesa por mi barrio. Yo vivía ajena a toda esta historia porque Ginebra además es reservada de la ostia. Por si misma no cuenta nada y si la atosigas se pone agresiva. Pero agresiva literal. De meterte mano en el mal sentido. Yo una vez le pregunté por qué le había dado de repente la vena de hacerse dibujitos en el pubis y me soltó una con el cojín que me dejó loca. En fin, que yo había notado que mi amiga estaba como más tranquilona. No salía por las noches, no insultaba a todo el mundo, estaba muy relajada… Ella decía que era por las clases de yoga a las que nos habíamos apuntado, pero, aunque le di la razón por no escucharla, yo sabía que por eso no podía ser porque habíamos ido tres tardes en un mes. Insuficientes para quitar esa mala hostia que se gasta Ginebra. Pero, en los últimos meses se había vuelto a venir arriba, con el tema de los desfases fiesteros, y pensé que todo volvía a la normalidad. Lo dejé estar, Ginebra es como es y no la cambia nadie.
El día en cuestión del que estábamos hablando mi amiga se levantó a las cuatro de la tarde, después de una noche por todo lo alto, y lo primero que hizo fue coger su teléfono móvil de la mesita de noche. Veinte llamadas perdidas que le quitaron la resaca en un segundo y la dejaron más pálida de lo que ya nació.
Clothis, que despertó subida a su cama, hizo fiestas con su enorme rabo mientras le lamia el brazo, pero Ginebra no estaba para los mimos de su Terranova. Acaba de meter la pata hasta el fondo con esa persona a la que no había sido capaz de calificar aún y la cosa no parecía tener solución alguna. Se levantó de un brinco se puso unos vaqueros usados que encontró por el suelo y una camiseta arrugada y se echó a la calle con su converse y sin calcetines. No se había peinado asique mucho menos se había lavado la cara. No llevaba el mejor aspecto para una disculpa, pero el tiempo apremiaba y todo le importaba un bledo. Tardó cinco minutos en llegar en metro hasta el centro de Manhattan. Casi la detienen por intentar colarse en él, pero , al final, consiguió sobornar al de seguridad con unas entradas de su equipo que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Ginebra es así de resolutiva para casi todo, por cierto. Y digo casi todo porque estaba a punto de averiguar que hay cosas que no se pueden solucionar con tanta facilidad y que, incluso, a veces ni se solucionan.