Lo de noches de amor y mañanas de ibuprofeno se estaba convirtiendo en un mantra en mi vida.
Todavía estaba intentando evaluar si todo lo acaecido la noche anterior había sido un mal sueño, uno con muy mala leche, o realidad. No es broma. Me había pellizcado tanto, para ver si estaba despierta, que un surco de pequeños moratones se extendía por mi antebrazo izquierdo. Iba ganando, por goleada, la opción de “te jodes, no es un sueño”. Aunque estaba planteándome, seriamente, cambiar el nombre a “te jodes, no es un sueño y tu vida está acabada”.
Porque, ¿qué iba a pasar ahora? Yo tengo la respuesta a esa pregunta. Me habían bastado quince horas encerrada en mi habitación para entenderlo todo. Ahora, el video de nuestra amigable charleta correría como la pólvora por toda Manhattan. Ahí está otra vez esa loca de TWT dirían las malas lenguas. ¿Esa no es la que se lio con su becario y se rompió un diente?
Los titulares podían ser varios, cientos, pero el resultado el mismo. Me había cargado la boda que despegaría mi carrera. Me había cargado mi carrera, en conclusión. Había arruinado mi vida, por segunda vez consecutiva, por culpa de la misma persona. Lo de que el hombre tropezaba siempre con la misma piedra estaba más que probado gracias a mi y a mi incansable propósito de tropezar con la mía tan a menudo.
Todas las promesas que me había hecho, todos los alardes, todos los planes de futuro tirados a la basura metidos en una bolsa de doble cierre hermético y olor a limón. De las que no se puede escapar ni los restos de esa lata de coca cola que no te acabaste la noche anterior. No tenía nada que hacer. Tocada y hundida por la opinión pública, otra vez.
Mi teléfono móvil reposaba en la mesita de noche esperando que ese email escrito por la secretaria, pero redactado, con riguroso veneno, por la arpía entrara en cualquier momento. Soy consciente de que esta mujer se toma su tiempo para todo así que no sería de extrañar que el despido llegara en una semana… Total, todo puede esperar en esta vida bajo la perspectiva de esa mujer. Había estado tentada a apagar el móvil varias veces. Como si haciéndolo la realidad fuera otra. Supongo que la finalidad era retrasar, yo misma, lo inevitable. Pero, al final, me obligué a ser fuerte y lo había dejado encendido.
Algo comenzaba a crecer en mi interior, a crecer y a molestar bastante, y no eran las ganas de potar, que ya había conseguido controlar, si no las de orinar. Me meaba, literalmente, tanto que mi vejiga comenzaba a doler. Me escabullí por el pasillo como un espía secreto internacional en misión especial, quiere decir como si me fueras la vida en ello, para intentar no ser descubierta por ninguna de mis amigas barra compañeras de piso. Yo era consciente de sus ganas locas de pillarme por banda y someterme al tercer grado, pero no estaba dispuesta a ello. Cero ganas de una interview absurda con preguntas de las que ya sabían las respuestas.
Conseguí llegar al baño satisfactoriamente y me tiré sobre la taza del cuarto de baño como si no hubiese un mañana. Descargar, cuando ya estás a punto de reventar, es uno de los mayores placeres de la vida. Quizás superado, únicamente, por el gusto de encontrar un baño cuando te da un apretón de esos chungos en plena calle y a cuarenta grados. Placeres de la vida. Pero para todas esas que pequéis de novatas, como yo, os daré un consejo. Asegurad el perímetro de seguridad siempre que vayáis a mear en misión especial. Y esto quiere decir, queridas mías, que echéis el cerrojo de la puerta. Un puñetero objeto de cinco centímetros, no sé soy malísima con las medidas, echó por tierra tan brillante trabajo.
Ginebra mirándome desde su metro setenta y pico, en bata y con el moño de estar por casa. Mejores pintas que las mías debo decir.
No respondí. Adopté la teoría de si no te mueves no puede verte. Incluso tuve la esperanza de ser capaz de camuflarme con el váter como un camaleón. Quién sabe, el poder de la mente, dicen, es maravilloso.
Los pasos de Elena por el pasillo no tardaron demasiado en escucharse. Venía rauda y veloz a unirse a la sala de interrogatorios. Una sala curiosa, a decir verdad.
Yo las miraba sin dar crédito a lo que estaba pasando, porque, recuerdo, seguía sentada en la taza del váter.
Mi cabeza se movía de un lado a otro como uno de estos muñecos de muelle que se cuelgan en los coches. Como un Elvis cabezón del chino de tu barrio. No sabía a cuál de las dos estrangular primero, pero tenía claro que todas no saldríamos del baño con vida. Increíble que tus mejores amigas te den semejantes consejos de mierda. Pero como mi madre diría, vendo consejos que para mí no tengo.