No había visto a Martin desde el incidente del que prefería no hablar. Todos nos habíamos tomado unos días libres dado que el próximo fin de semana largo lo pasaríamos trabajando hasta los topes en una paradisiaca isla de las Bahamas tostándonos al sol y en pareo. Menos en el caso de Martin. Sinceramente esperaba que no usase pareo.
Mi casa era un hervidero hormonal de desastre e histeria. Mis amigas barra compañeras insufribles de piso andaban como locas con el tema del viaje. Y yo, con mi particular parsimonia y poca paciencia empezaba a perder la paciencia un poquitín.
Elena sonrío, lejos de soltar una de sus contestaciones tajantes, y le regaló a la chica un cariñoso beso en la mejilla. Yo había estado demasiado ocupada compadeciéndome de mi misma e imaginando mil alternativas para empezar una nueva vida lejos de Manhattan como reparar en que el comportamiento de estas dos había cambiado demasiado. Estaban realmente raras. No parecían ellas. Pero no me apetecía lo más mínimo pensar en ello. ¡Bastante mierda tenía yo ya!
Me levanté a regañadientes para sentarme encima de la maleta de Ginebra mientras ella forcejeaba con una cremallera que amenazaba con estallar de un momento a otro.
Resoplé dando por imposible aquella conversación. Si a Ginebra se le metía algo en la cabeza nadie podría sacárselo. Pero si que me di cuenta de que Elena la miraba sorprendida y se escabullía a su habitación. ¿Pero qué coño les pasaba a estas dos? La seguí de camino a mi propia habitación y aproveché el momento para tantearle un poquito.
Me miró y sonrió. Una de esas sonrisas suyas forzadas que tanto le había visto utilizar con los demás. Pero conmigo no. Nosotras no nos guardábamos secretos. Aunque ella odiaba dar explicaciones sobre su vida privada nunca lo había aplicado conmigo. Al menos hasta ese momento.
Pasé dentro, hasta ahora había permanecido apoyada en la puerta, y me senté en la cama junto a ella.
De nuevo esa sonrisa falsa. Más falsa que una moneda de veinte duros como diría mi madre, o un billete de seis euros como decía yo. Empezaba a mosquearme un pelín tanto secretismo. ¿Y qué historias podían traerse estas dos? O, mejor dicho, ¿tan ocupada había estado revolviéndome en mi mierda que no había sido consciente del momento en el que empezó a existir un “ellas dos “? No tenía sentido. Elena y Gin se toleraban por mí. Yo era el pegamento que nos unía. Yo era el hilo al que se agarraban. Nuestra relación existía por mi y sin mi no tenía sentido. ¿Y ahora estaba celosa?
Y sin más se levantó para seguir ordenando su equipaje.
Yo también me levanté. No quería seguir insistiendo. Pero desde la puerta contemplé a mi amiga con cierta añoranza. La sentía lejos de mi y eso me producía una ansiedad horrible. Supongo que esto es lo que sucede cuando no cuidas las cosas, me dije. La he tenido tan abandonada que se ha aferrado a un clavo ardiendo. Debe ser eso. Y ahora ellas me guardan secretos.
Volví a mi habitación más angustiada aun de lo que había salido. Deseaba que toda esta pesadilla terminara cuanto antes. Esa ridícula boda y toda esta historia de Gabriel me tenían hasta el mismísimo moño de entre las piernas. Estaba maldiciendo cuando Ginebra asomó su cabezón por la puerta, no me había dado ni cuenta.
Hizo caso omiso a todas mis protestas, como de costumbre, y en menos de cinco minutos me lo había desmantelado por completo. El armario quiero decir.