Cuando Elena me mandó un WhatsApp pidiéndome que nos viéramos en la cafetería de siempre me acojoné. Su mensaje parecía más propio de una oficina de recobros que de una amiga con la que había retozado en la trastienda. Pero cojones, también se me aceleró el corazón de una manera desenfrenada. No sabía si me estaba petando la patata, por los excesos de los últimos días, o si es que me estaba poniendo nerviosa. ¿Nerviosa yo? Desde que Mariem había entrado en mi vida había cambiado tanto que no me reconocía a mí misma. Sufrir me había roto todos los esquemas de mi vida. La psicóloga a la que estuve visitando durante ocho años, se compró un descapotable a mi costa, me solía decir que el dolor es inevitable, pero sufrir es opcional. Me decepcioné muchísimo cuando me enteré de que esa frase pertenecía a Buda y no a ella. Lo sentí como una traición personal hasta el punto de que dejé de asistir a terapia. Jamás debería haberlo hecho.
Está claro que solo buscaba una excusa ridícula para alejarme y esconderme en mi guarida. Por suerte me dio tiempo a aprender algunas cosas. Aprendí que el ser humano quiere olvidar todo lo que ya no le hace feliz. Sin entender, que todo forma parte de nuestra vida. Que las etapas se terminan pero no tienen por que olvidarse. Rita, que así se llamaba la psicóloga de casi ochocientos dólares la hora, siempre me repetía la misma pregunta.
Yo me encogía de hombros, me mordía el labio inferior como siempre que estaba nerviosa y soltaba lo primero que se me venía a la cabeza. Hasta que una de tantas veces creo que, por fin , dije la verdad.
La tía soltaba esa bomba y se quedaba tan pancha. Indiferencia. Mientras a mí, el corazón empezaba a golpearme duro. Me avisaba de que mi ansiedad iba a darme la lata. Pero debía controlarme y permanecer en aquella sala escuchando a aquella mujer sin sentimientos que quería controlar los míos. O eso era lo que quería creer.
Estaba esperando que confirmase mi teoría. Había querido a culpar a mi madre de todos mis males siempre. No comprendía que yo era mi peor enemigo. No en ese momento al menos. Rita se limitó a sonreír.
Tengo sendas sospechas sobre si esta última frase era de la doctora Rita o no. Seguramente no lo fuera. La tía era una plagiadora nata, pero olé por ella y su buena memoria. Yo soy incapaz de recordar lo que me has dicho cinco minutos después, sobre todo si no me interesa lo más mínimo, aunque todo lo que sucedía en mis tardes de terapia me caló bien hondo. Para mi suerte.
Lo que la buena doctora Rita quería decir es que debemos guardar en forma de recuerdo los buenos y malos momentos de los que somos testigos. Los primeros, nos harán sonreír cuando nos ronden la memoria. Los segundos, nos harán aprender. La ginebra de entonces, una chica que jamás había conocido el amor, no lo entendía. Lo primero que había hecho, siempre, era recurrir a los malos hábitos para evitar el sufrimiento. Grave error. Pero la Ginebra de hoy, esa ha querido y ha perdido. Ha comprendido que es mejor recordar sobre todo para no cometer los mismos errores porque al final esa es la única manera de evitar volver a sufrir por el mismo motivo.
Yo quería hacer las cosas bien con Elena, pero había sido incapaz de mover ficha por el mero y simple hecho de que no sabía lo que sentía por ella. No podía poner nombre a lo que había surgido. Ella me importaba mucho antes de lo que hubo entre nosotras, era Elena, lo que lo hacía todo mucho más difícil. Así que cuando sonó mi teléfono y vi su nombre en la pantalla temblé. Lo primero que se me pasó por la mente fue beberme tres cervezas. El numero perfecto para empezar a reírme de todo. Pero no lo hice. Había perdido a Mariam, y a lo que quisiera que hubiera entre nosotras, por mis desfases y no quería volver a hacerlo. Iba a plantarle cara a la conversación que teníamos pendiente.
Por eso cuando comenzó a hablar, me rompió todos los esquemas.
Arqueé las cejas y estoy segura de que puse cara de idiota. Al menos me sentía así. No esperaba que me hablara de Laura después de todo. ¿A caso para ella ya no había una historia entre nosotras?