CAPÍTULO 3: La Desaparición de Julieta.
El día transcurrió como cualquier otro. Julieta salió temprano para la escuela y yo me sumergí en mi agitada rutina laboral. Sin embargo, por la tarde, la lluvia comenzó a caer con fuerza sobre el vecindario donde ahora vivíamos. El tiempo parecía detenerse mientras esperaba ansiosamente el regreso de mi hija.
Las manecillas del reloj avanzaban implacables y las horas pasaban sin rastro de Julieta. A las 6:00 p.m., Anna y yo decidimos salir a buscarla. Mis manos temblaban mientras sujetaba el volante y las lágrimas amenazaban con nublar mi visión. El miedo y la desesperación se apoderaron de mí, ahogándome en una angustia insoportable.
Recorrimos las calles mojadas, llamando su nombre en vano y esperando escuchar su risa característica respondiendo. Pero solo el silencio de la lluvia nos envolvía, intensificando nuestra preocupación y alimentando nuestros peores temores. Cada minuto que pasaba sin noticias de Julieta, mi corazón se rompía un poco más.
Finalmente, al ver que la noche caía sin rastro de nuestra hija, tomamos la decisión más difícil: denunciar su desaparición. En la comisaría, las palabras se atascaban en mi garganta mientras relataba los detalles de la última vez que la vimos. Cada descripción que daba de su dulce rostro y su risa contagiosa me hacía sentir un nudo en el estómago.
El tiempo se convirtió en un enemigo implacable. Las horas se desvanecían en la oscuridad de la noche mientras las autoridades se movilizaban para encontrar a Julieta. La impotencia y la angustia se apoderaron de mí. En casa, lanzaba objetos con rabia y lloraba en silencio, incapaz de soportar la incertidumbre de no saber nada sobre mi pequeña princesa.
Las horas se convirtieron en días y los días en una eternidad de agonía. Cada segundo sin noticias de Julieta era una tortura insoportable. Nuestra casa, antes llena de risas y alegría, se convirtió en un reflejo sombrío de nuestras vidas rotas. La esperanza se desvanecía lentamente y el abismo del dolor parecía tragarme por completo.
Mi mente se llenaba de preguntas sin respuestas, de escenarios aterradores y de posibilidades que preferiría no contemplar. ¿Dónde estaba mi pequeña Julieta? ¿Qué le había sucedido? El pensamiento de que alguien, especialmente nuestro vecino Robert, pudiera estar involucrado, me atormentaba y encendía un fuego ardiente dentro de mí.
La búsqueda de Julieta se convirtió en una misión obsesiva. A cada paso que dábamos, nuestras esperanzas eran aplastadas por la cruel realidad. El vacío en nuestros corazones era inmenso y solo el pensamiento de abrazarla nuevamente nos mantenía en pie. No podía permitirme rendirme, no mientras mi hija estuviera en algún lugar.