Microrrelatos para macromomentos

El Onomatopeyador

“UiuiuUIUIUIuiuiuxxxxsssSSSssshhhhh…” (El viento nocturno ululando entre los árboles)

“¡¡¡Bbbruuggññnn...bbBBRRUGGÑÑññnn!!!” (Un refunfuñón dromedario que finalmente accede de mala gana a que carguen sobre su joroba una pesada carga)

“Ssttwiinn...cloc... cloc... clocl-clocc... cl...” (Una bola de ping-pong golpeada con poco convencimiento y que acaba estrellándose contra la red)

“FFFFSSSSLLLLllllldddddd...” (Un pelotari resbalando con la barriga por el suelo del frontón al intentar devolver una magistral dejada efectuada por su rival)

 

Sería muy difícil —por no decir imposible— imaginar una realidad capaz de prescindir de la onomatopeya. Por ende, se deriva inconcebible la existencia de la onomatopeya sin la persona de Clark Wiggings, la mayor eminencia sobre la materia a nivel mundial. Este admirado y respetado lingüista escocés está considerado un auténtico adalid del fonema, un templario fonético, un devoto del sonido: si existiese un Olimpo donde morasen las onomatopeyas, no cabe duda de que él encarnaría a la figura de Zeus.

Clark Wiggings, más conocido como El Onomatopeyador, ha batallado siempre por defender y reivindicar la particular idiosincrasia sonora de la onomatopeya, tan inherente a cada acción, animal o cosa. Y por fin, tras más de cuarenta años de infatigable cruzada, el mundo entero ha acabado por reconocer su innegable valor fonético otorgándole el estatus gramatical que por derecho propio se merece. De este modo, la onomatopeya abandona para siempre la categoría de los “Ruidos”, clasificación en la que, por injusticias varias, se ha visto forzada durante mucho tiempo a tener que convivir con parias sonoros como el Improperio, el Berrido o el Guirigay.

“Con cada nuevo y caluroso aplauso que me brindan, nuevas onomatopeyas vienen al mundo”, declaró Clark Wiggings al principio de su parlamento el día que fue investido “Onomatopeyador Honorífico” por la Universidad de las Letras de Ottawa en reconocimiento a su onomatopéyica carrera.

A él le debemos la familiaridad con la que, por ejemplo, asociamos “miau” al gato, “¡bang!” con un disparo, “glu-gluglu…” a la acción de beber o “…catacrack!!!” cuando, de manera inesperada, se rompe la pata de un taburete de madera incapaz de soportar el peso de una persona. Eso sin mencionar las más de 7.000 onomatopeyas “cazadas” y clasificadas por este explorador y naturalista del sonido. En propia boca del prestigioso onomatopeyador: «Se trata de un incansable trabajo de campo. Procuro siempre capturar a la onomatopeya en su medio natural: la busco; la persigo; convivo con ella; y espero hasta que me acepte. Sólo entonces puedo transcribir la esencia de su fonema sobre un trozo de papel, revelando así su naturaleza oculta.»

No sería atrevido afirmar que a sus 74 años recién cumplidos el famoso lingüista se encuentra en la cúspide de su carrera, en la cima de su propio Everest. Y no será porque esta profesión —de la que aún sigue enamorado como si fuese el primer día— no se haya empeñado en ponerle continuamente a prueba, forzándolo incluso a arriesgar la propia vida en diversas ocasiones. Como cuando se acercó demasiado a una pareja de canguros rojos gigantes en el momento de la cópula con la intención de “cazar” la onomatopeya del orgasmo del macho, y éste, imprevisiblemente, se abalanzó sobre él arrancándole de un solo mordisco tres dedos de la mano con la que sujetaba la grabadora. O aquella vez que logró sobrevivir sin agua ni alimentos durante once días seguidos sepultado bajo varias toneladas de escombros al intentar capturar la onomatopeya que nacía tras demoler con explosivos un viejo campanario abandonado.

Como profesional que más veces ha sido galardonado con La Onomatopeya Dorada, El Onomatopeyador dirige simultáneamente la World Onomatopeyic Academy y el Onomatopeyimuseum: museo dedicado a recuperar y preservar onomatopeyas ya extintas, como el llanto de una cría de Tyranosaurus rex nada más nacer o los acelerados pasos de Jack El Destripador sobre los mojados callejones adoquinados del centro de Londres; sólo por citar algunos de los muchos ejemplos.

En la actualidad, el sobresaliente profesor convive desde hace once años con la Orden de Los Cartujos, congregación religiosa enclaustrada en el monasterio de Chartreuse, en pleno corazón de los Alpes franceses, famosa por el estricto voto de silencio que rige su día a día.

Estas son las últimas palabras que se recuerdan de Clark Wiggings, pronunciadas hace ya una década, nada más aceptar la invitación de Los Cartujos para vivir en su monasterio en calidad de “Huésped Honorífico”:

«Llegado este momento, sólo me queda hacer realidad un único sueño: onomatopeyizar el silencio.»

 

 



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En el texto hay: humor, relatos, microrrelatos

Editado: 16.04.2020

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