Miedos

Esclavos

Feliciano Cruz se repasa el pelo con la mano, se coloca el cuello de la camisa y entra en la sala. El viejo espera sentado en una silla metálica. Un débil foco de luz lo ilumina desde el lateral clavando su sombra en la pared. Hace calor. Un ventilador cuelga del techo. El sudor está impregnado en todas partes. Un espejo abarca una de las paredes casi por completo. Feliciano Cruz se mira en él. Después se gira y se sienta frente al viejo. Lo observa. Deja pasar el tiempo. No hace ninguna pregunta. Tras varios minutos en silencio, el viejo comienza a hablar. Despacio, con firmeza.

Lo cierto es que no sé cuándo fue la primera vez que sucedió, dice. La primera de la que guardo recuerdo fue una ocasión en la que tenía unos catorce o quince años, pero no podría asegurar que no ocurriera antes de aquella noche.

Yo era un mocoso que apenas empezaba a saber lo que eran las cosas. Ella me había invitado a salir al cine. Sara se llamaba, creo. En realidad eso no importa. Estábamos en el instituto y yo andaba que ni iba ni venía. Recuerdo de aquella época a mis padres machacándome con que tenía que pensar de una vez lo que quería estudiar, decidir lo que quería hacer el resto de mi vida. Y yo si ni siquiera sabía cómo dejarme el pelo.

Lo único que tenía claro eran mis ganas de besarla. La chica más guapa de la clase —o eso me parecía a mí— se había interesado en salir al cine con el empollón, el que siempre se sienta en primera fila y apenas habla con nadie. El raro, vamos.

Feliciano Cruz esboza una sonrisa sutil. Enciende un cigarro. Él nunca tuvo esos problemas. Sabe ganarse a la gente.

¿Por qué quiso invitarme a salir aquella noche?, se pregunta el viejo. No lo sé, quizá se percatase de mis miradas furtivas en clase y solo quería burlarse de mí. Quizá le gustaban los insociables. Tal vez le caí en gracia y solo pretendía pasar un buen rato.

Lo pasamos bien en el cine. O eso creo. Era una película de vaqueros en blanco y negro. Al salir, la acompañé hasta su casa.

Cuando llegamos a la puerta, no se veía luz dentro, sus padres debían de estar dormidos. Ella hizo como que se iba pero no se fue. En lugar de entrar en su casa, se quedó frente a mí, en silencio, sonriendo y haciendo círculos en el cemento con su pie. Y yo allí, mirándola como un pasmarote. Hacía frío.

Y lo único que quería era besarla. Pero no lo hice. Bueno sí. Es decir, sí la besé. Pero no fui yo.

No me atrevía a mirarla y ella empezó a impacientarse. Se había levantado algo de viento. Hacía más frío por momentos. Mis ojos buscaron un lugar donde refugiarse y desvié la mirada hacia el suelo. Lo que vi en aquel instante lo cambió todo.

Mi sombra había decidido aventurarse por su cuenta. Cansada de mi inseguridad, se había lanzado a besarla —bueno, a su sombra—, y ambas andaban enredadas en un apasionado beso. Parecían estar pasándoselo de lo lindo. Me quedé paralizado y tardé unos segundos en reaccionar. Me giré hacia Sara para ver si estaba viendo lo mismo que yo, pero solo vi su espalda alejándose. Volví a girarme con rapidez hacia el suelo y todo parecía haber vuelto a su orden. Su sombra la seguía escaleras arriba hacia el portal de su casa y mi sombra, como si nunca hubiera roto un plato, me miraba del mismo modo que yo la miraba a ella. Pensé en el beso que se habían dado a escondidas y sentí envidia. Yo no había sido capaz. Desconcertado, me fui para casa.

Feliciano Cruz le mira con atención. Como un autómata, se peina y se recoloca el cuello de la camisa. Su interés por el relato ha ido creciendo. Al principio creía que sería solo una declaración rutinaria, pero su historia resulta sorprendente. El viejo apenas gesticula. De todos modos, las esposas no le dan mucho margen.

Los días que siguieron a aquel extraño encuentro, continúa el viejo, no dormí demasiado. No podía dejar de preguntarme si había sido real. Ella en clase no me dirigía la palabra así que no pude saber si también descubrió el desliz de nuestras sombras. Estaba solo en aquello.

Pero volvió a suceder. Supongo que solo era cuestión de tiempo. Un gamberro del cole —el Pancho— intentó quitarme el bocadillo una vez más. Hasta aquel día siempre había obtenido mi silencio como respuesta. Yo nunca me había negado a dárselo por miedo a que me soltara un buen golpe. Hasta aquel día, como ya he dicho. Justo cuando estaba a punto de sacar el bocadillo de mi mochila y entregárselo sumiso, descubrí de reojo —desde el incidente del beso no le quitaba ojo— cómo mi sombra no sacaba el bocadillo sino más bien se arremangaba la camisa para soltarle un puñetazo a ese capullo del Pancho.

Y eso es lo que hice. Tal vez por miedo a que alguien descubriese que mi sombra se me estaba rebelando. El puñetazo retumbó en todo el instituto. Me asusté, no voy a negarlo. La miré de reojo y vi que se mantenía firme en su posición mientras la sombra del Pancho huía, corría tapándose la cara con las manos.

Supongo que, llegados a esta altura, ya no creerá nada de lo que le estoy diciendo. Pero es cierto, se lo juro, no estoy inventándome ni una sola palabra.

Feliciano Cruz lo mira con seriedad. Se siente incómodo. Lo que el viejo dice no tiene ningún sentido pero parece real. Se enciende otro cigarro. Una pequeña cámara los graba desde una esquina. El viejo continúa.

Desde aquel día he adquirido la habilidad —qué remedio— de seguir a mi sombra con sigilo, sin que nadie perciba que soy yo quien la sigo y no ella a mí, como siempre debió ser.

Tengo que estar siempre atento. Ya me he acostumbrado, son muchos años juntos y cuando intenta jugármela, la imito con rapidez. Tal vez tarde una o dos milésimas de segundo en repetir sus movimientos, pero no más. Nadie se daría cuenta a simple vista.

Mi vida es difícil de describir. Me casé pero nunca quise a mi mujer. Conseguí un gran trabajo en una multinacional que siempre odié. Me convertí en corredor de fondo y gané alguna que otra carrera, con lo que me gusta a mí el sofá. Hice muchos amigos. Dinero, fiestas. Comencé a ser envidiado. ¿Quién me lo iba a decir, verdad?



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En el texto hay: relatos cortos

Editado: 16.04.2020

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