IV.
La curiosidad creo al…
Oscuridad y temblores. Solo escuchaba mis movimientos bruscos, en un intento de zafarme del agarre de unas cuerdas en mis muñecas. Emitía sonidos metálicos debido a que parecía estar en una silla metálica. Tenía los ojos vendados pero yo estaba preparada para esto. Había hecho pruebas y sabía que debía concentrarme en mí alrededor.
Sudor caía sobre mi frente, dejando rastro de nerviosismo. Mis oídos palpaban el motor de una máquina de aire. El resto era silencio total, no había ni una sola voz que calmase mis pensamientos alterados. Sentía una serenidad indescriptible, no había nada que delatase dónde me encontraba. No podía ser ni la cocina ni cerca de los pasillos de los prisioneros porque de ser así, se escucharían ruidos.
Aún sin ver nada, sentí unos pasos acercándose a mí. Dio una vuelta alrededor mía. Su piel irradiaba calor y emanaba peligro.
¿Cómo había podido ser tan descuidada?
Sentí mis muñecas molidas aún no estando lo más ajustadas posibles. Por tercera vez noté cómo su cuerpo daba un giro alrededor de mí y como poniéndole conclusión al acto, se paró tras mi espalda. No dije nada y él tampoco. Sabía con certeza que él era un hombre. El cuerpo que me acogió tenía una musculatura fuerte y bien esculpida. Lo que me recordaba a aquel brazo que me había jalado con brusquedad previamente: el preso 273, Cheyn Avalor.
Un susurró me pilló desprevenida, provocando que mi respiración se entrecortase, —Hola, Margaret.
Noté su mano acariciarme la mejilla, pero yo me zafé de él con brusquedad. Hice una mueca de desagrado.
— ¿Qué quieres, Cheyn? —escupí, aún sin verle el semblante bajo la tela que me cubría los ojos.
—Oh, ¿ya sabes mi nombre? Nunca creí sentirme tan satisfecho como ahora—me susurró al oído gracioso, su boca demasiado pegada a mí. —Aunque no debería de haberte infravalorado, ya sabemos cómo eres, Margaret…
Noté un tirón en la parte posterior de mi cabeza. Pensaba que me iba a hacer daño, pero tan solo dejó caer el pañuelo que me había rodeado, impidiéndome observar mi alrededor.
— ¿Quién narices eres y cómo conoces mi nombre? —inquirí, mi voz ronca, una vez me recompuse a la luz que vislumbraba. La oscuridad que antes predominaba se fue convirtiendo en una pequeña sombra.
—No sería divertido si te lo dijese—ronroneó en mi oído. Y una vez lo pronunció, su semblante hizo presencia ante mí. —Uy, ¿no gritas?
Su cabello rubio estaba un poco desaliñado, pero sus ojos celestes hicieron maravillas para mis vistas. Eran adictivos, muy llamativos. Su sonrisa de suficiencia añadía a su arrogancia un toque de hermosura. Del típico chico malo y peligroso con el que toda chica quiere acercarse y aventurar. Su cuerpo tonificado a su camiseta blanca y franela amarillenta con el número 273 impreso en tinta negra, hacía maravillas. Sus pantalones eran más bien sueltos, por lo que no se ceñían a sus seguramente fuertes cuádriceps y gemelos.
Mierda, Mar, ¿qué coño haces pensando en lo bueno que está el preso? Me regañé mentalmente.
— ¿Apreciando las vistas? —agregó con suficiencia. El hombre y su ego, por supuesto.
—Solo aprecio que acabo de ser raptada por un preso que se va a meter en un lío. Y no, no grito, sé que las paredes impiden la transmisión de sonidos al exterior, imbécil—rugí. Entorné mi mirada, haciéndole saber que esto no me hacía ni pizca de gracia, pero igual él siguió ensanchando su mueca de agrado poco a poco.
—Eres más bonita de lo que me pensaba—me elogió, su sonrisa malévola.
—Y tú no puedes ser más repugnante—gruñí—. Déjame ir—pronuncié estúpidamente.
— ¿Y qué gracia tendría eso?
—Tú y tus gracias de veras no me caen muy bien—le escudriñé con la mirada—. Así que si no te importa, ya que me has traído aquí…—sopesé la continuación de mi frase. Observé mí alrededor; una ráfaga de polvo esparcido en una mesa cercana, una sala pequeña con una cámara de vigilia apagada en una esquina de la sala. Una bombilla estaba sobre mí, sin protección alguna, y unas cuatro paredes vacías me rodeaban. Solo que una de ellas no era un muro soso y hermético; era el cristal que daba a la sala de control. Estábamos en una sala de interrogatorio en la zona norte. Mierda, estábamos bien lejos de la central con el resto de la policías—…Ahora, suéltame—pronuncié inútilmente. No se me ocurría absolutamente nada.
Sus ojos me mantenían embelesada. Y el muy hijo de puta sabía dónde estábamos y estaba disfrutando de la ventaja que poseía.
— ¿Se puede saber cómo sabes mi nombre y qué demonios hago aquí? —seguí insistiendo en cuanto solo le observé sonreírme con agrado.
—Arisca gatita, —comentó, su voz en un susurro, su cuerpo comenzando a posicionarse sobre el mío—La curiosidad creó…
Le interrumpí— ¿No es ‘la curiosidad mató al gato?
—Querida, la curiosidad no mató; creó a un monstruo.
Tragué saliva ante sus palabras. Su muestra de frialdad y sus palabras solo me hacían estremecer como nunca nadie lo había hecho antes. Mi vello se erizó.
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Editado: 28.06.2021