Migami

V.

F R E N E Z A ;  Diez Negritos.

La Historia de Freneza. Margaret.

No hay humo sin fuego. Al igual que no hay un monstruo sin atrocidades. El pasado nos persigue. Todos los días. Podemos intentar arreglarlo en el futuro, pero aún estando en el presente, te carcomen. Es ley de vida.

El miedo puede ser nuestro punto débil si lo dejamos ser y ver. El monstruo no es tonto. Más bien, demasiado listo. Huele la sangre que inspira temor; que hierve intranquilidad. Siente tus emociones a flor de piel, listas para él. Pulsa todos tus botones, incluso aquellos que más temor te producen.

Porque a veces todo lo que vemos, no es lo que pensamos. A veces todo lo que hacemos no es lo que somos. A veces tienes que cambiar al mundo para dejarse ver. A veces tienes que dejarte caer para saber lo que hay adentro; a veces hay que abrir la puerta, y puede que una vez que estés dentro esta se cierre, y te quedes encerrado junto con un humano por fuera y una abominación por dentro. A veces te comen vivo; a veces ya te comen muerto.

A veces... ya es demasiado tarde.

Y eso es lo que me pasaba cuando había estado con un león en la misma jaula.

Me desvelé con el presentimiento de que me perseguían. Mi respiración se construía de forma agitada, sudor caía tras mi frente. Observé mi alrededor una vez tuve ambas manos a los lados de mi costado apoyados en un colchón.

¿Dónde estaba?

Mi pregunta se respondió automáticamente cuando observé ambos lados de mi habitación. La persiana estaba corrida, con tan solo pequeños tramos de luz se escapándose tras la ventana. Las cortinas blancas estaban agarradas a ambos extremos mediante una pequeña cinta de seda que cosió mi madre cuando comencé a empacar las cajas con mis pertenencias para llevar a cabo mi mudanza.

Aún recuerdo el día en que sus ojos grises y fríos, como los de un rostro sin sentimientos, me observaron, diciéndome adiós.

— ¿Regresarás? —quiso saber.

No supe sonsacar a través de su mirada si era para estar preparada o para tranquilizarse.

Sabía que mi mamá me quería. Sin embargo, hubo ciertas cosas que hicieron que su cariño no fuese el mismo. Y no, no fue con la edad. Los pasos sobre la madera la hacían tensarse, y más las puertas a medio cerrar.

Yo siempre respondía: —Soy yo, mamá.

No solía creérselo.

Cada vez que la daba un abrazo sabía que en su fuero interno, desearía que sus brazos no pudiesen transmitirme todo aquellos momentos que vivimos antes de lo sucedido.

Ahora, por mucho que no lo desease, cada vez que nos miramos a los ojos, no vemos a madre e hija normales. Sino las que vivieron un infierno de ida y vuelta; vemos el mismo escenario una y otra vez. Ese horrible y maldito escenario que nos atrofió la vida.

Desde entonces no me volvió a mirar igual. Las cosas cambian, es inevitable.

—Cuídate—me besó la mejilla derecha, que tenía roja por el frío.

No dudé que deseara que me cuidase. No dudé por su amor eterno maternal. Tampoco dudé de que nuestros secretos se quedaran entre nosotras y nadie más.

Lo que siempre dudo, y seguiré dudando, es si me observará como su bonita hija de ojos celestes. La chica que podía transmitir un cielo limpio de problemas y con nubes de esperanzas.

Creo que no.

Al otro lado estaba el armario de madera marrón vieja con las puertas cerradas con llave, como era usual. A la derecha de la cama estaba la cómoda con el reloj digital y mi libro de tapa dura negra de 'Diez negritos' sobre ella. Observé mí alrededor como si se tratara de la escena de un crimen.

¿Cómo había llegado hasta aquí?

Ahora, la respuesta a esa inquisición mental se mantenía desconocida. Era imposible que aquel preso me hubiese llevado afuera. ¿O sí? No, eso era imposible. Él no podría salir y tampoco sabe donde vivo... ¿O sí? Mierda, joder. Este preso era imposible de predecir.

Cheyn Avalor, ¿quién carajos eres?

La imagen de su rostro apareció en mi mente en una especie de ráfaga. Su cabello rubio desaliñado pero jodidamente atractivo y sus ojos celestes que te llamaban con una sola mirada. Podía sentir algo más allá que una serenidad fingida. La profundidad de sus ojos era indescriptible. Sin embargo, debía tener cuidado. Cuidado... ¿Pero qué narices valía eso cuando quería descubrir su objetivo y su conexión conmigo?

Quería huir y me acercaba paso a paso, contradiciéndome a mí misma, pero sin dejar que eso me parase. Era como querer pasar la mano por el fuego y no querer quemarte. Como querer amar y no terminar lastimado.

¿Qué es Freneza? ¿Quién es verdaderamente Cheyn Avalor? ¿Cómo conocía mi tatuaje? ¿Me conocerá de antes? ¿Pero de qué? Había tantas preguntas y el no saber las respuestas me enervaban. No llevaba bien estar al desconcierto de todo lo de mi alrededor.

Odiaba no tener las cosas planeadas con precisión. Odiaba no ser la víctima del juego de una persona. Porque eso podía terminar mal. Sobre todo cuando eso podría dejar muchas trabas y agujeros en mi historia.

Me fijé en la hora del reloj con dígitos anaranjados y pegué un salto.

— ¡Me cago en todo! —salté en un farfullo. Este marcaba las doce y media y mi turno había empezado hacía al menos treinta minutos.

Fui a tomar el uniforme... Mierda, ¿y la bolsa? Joder...

La ropa del día anterior olía a completo choto y justo cuando me dirigí al baño, que se conectaba a través de un pequeño pasillo junto a la habitación, me miré en el espejo y me olisqueé la camiseta. Me observé en el espejo, que reflejaba mi rostro para anda despampanante. Mi cabello, que me llegaba un poco por debajo de mis hombros, estaba hecho un desorden. Mis ojos contrataban con las ojeras de sueño.

¿Acaso llegué a dormir?

Dios, qué horror. Cuando me lavé las axilas con agua y jabón, de mis más caseros remedios ante una urgencia como aquella, fui a por mi teléfono móvil.

Mierda, ¿dónde demonios estaba esa puñetera bolsa con todas mis cosas? Y, ¿por qué tengo la manía de tener una sola bolsa con todas mis cosas más esenciales?




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