«—Querida delilik, ser humano significa ama, y yo soy incapaz de ello.»
La Historia De Freneza. Margaret.
¿Miedo? Sobrevalorado. Tenías las cosas claras.
Imbécil, gilipollas, inútil...
No sabía a quién carajos se lo estaba diciendo, si a mí misma o al preso que tan nerviosa y cabreada me tenía. No sabía cuál de las dos más. O era más bien temor... ¡Y una mierda!
Como me decía siempre, el miedo está sobrevalorado. El miedo es un invento creado por Stephen King a través de palabras ridículas.
O eso crees tú, me contraatacó mi mente.
A esta le gustaba gastarme jugarretas de vez en cuando. Le gustaba que confundiese el presente del pasado. La ficción de la realidad.
Escuché el chirrido de la cafetera al hervir el líquido en su interior. Sentí cómo mis tímpanos sangraban y mi sangre pararse en mis venas. El latido de mi corazón sobresaltado me desequilibraba la visión que parecía ser una penumbra y una balanza en movimiento.
— ¿Lo recuerdas, hija de puta?
Negué con la cabeza.
—Tranquila, yo te lo recordaré—nada más pronunciar las palabras sentí un latigazo en mi mejilla. La máquina que contenía el café en preparación estaba en la cocina, haciendo el mismo chillido de siempre. Nunca me gustaba cuando la cafetera hacía ese ruido. Él lo sabía.
Salté en mis pasos en un intento de alejarme. Ubiqué mis brazos en un intento de cubrirme el rostro de cualquier segundo golpe.
Pero, sin embargo, esta vez, me tomó de la barbilla y me la inclinó de manera que pudiese mirarle directamente a los ojos. Hacer acopio de fuerzas tan solo me estaba consumiendo, porque lo que realmente tendría que haber estado haciendo es zafándome de su agarre, pero el miedo era mucho más grande—siempre lo había sido.
—No huyas de ello, pequeña—me susurró—. Construiste un mundo a tu alrededor, intentando imitar tu realidad, y nosotros no vamos a ser tus títeres.
—Yo...—no pude pronunciar palabra.
—Estás enferma, pequeña zorra—escupió con desagrado—. Bastante suerte has tenido que aún sigas aquí, entre nosotros.
Tragué saliva, sin comprender ni pizca de las palabras que acaba de soltar. Aún era joven para entender. Tenía quince años cuando por fin aquel se había revelado contra mí, mostrándome que no todo el mundo me amaba. Que lo que yo inconscientemente creaba era una burbuja en la que iba metiendo a las personas poco a poco.
En seguida que me escupió en la cara, cerré los ojos y aguanté los sollozos y las ganas de llorar.
Era un enfermo. No lo soportaba. Me odiaba y nunca comprendí porqué. Había creado una imagen de mí distorsionada. Había maltratado mi piel como si un saco de boxeo se tratase.
Te odio, le maldije mentalmente. Claramente, no tenía los ovarios ni las ganas para decírselo a la cara. Prefería dejar mi piel limpia de hematomas y un destino que pudiese controlar.
Caminé en dirección a la oficina donde Nathaniel se encontraría seguramente tomando su café mañanero. Necesitaba entrar y que me dejase una tarjeta para el ala norte. En cada ala se encontraban salas de reuniones entre los visitantes y los presos. Para poder acceder a ellos necesitaba esa tarjeta que sabía que guardaba en su escritorio. Lo sabía porque siempre lo veía siempre que iba. Creo que la pregunta de "¿Y qué haces siempre en esa oficina?" ya está obviamente resuelta.
No creas que me siento orgullosa de ello. Sin embargo, es el único que busca lo mismo que yo: relación sin ataduras. Y el lugar... daba más que igual. En ciertas circunstancias me sentía sucia. Había habido momentos en el que dudé: ¿Deberíamos de dejarlo aquí? Pero las palabras nunca salieron de mi boca. Así que siempre seguimos. Él nunca pidió más; y siempre se lo agradeceré silenciosamente.
Será un cerdo, pero sabe hacer su trabajo bien cuando se le pide.
Abrí la puerta con brusquedad y entré. Me había levantado mosqueada. No recordaba nada. No sabía si mencionar lo de Cheyn. Solo sabía que necesitaba esa tarjeta y que tenía preguntas... Y claramente, demasiadas como saber por dónde empezar.
—Necesito tu ayuda—fui directa al grano. Cerré la puerta detrás de mí y me apoyé sobre ella. Crucé mis brazos y le miré directamente a los ojos.
Nathaniel levantó la mirada de las fotocopias que tenía en la mesa y negó con la cabeza, ya casi sin sorprenderse con mi típica impertinencia. Su pelo estaba peinado hacia un lado y sus ojos castaños brillaban de sueño.
—Buenos días a ti también—me saludó, volviendo a fijar sus ojos en el papel. Lo escudriñó con la mirada y cuando se dio cuenta de que no me movía del sitio hizo una señal para que me sentase frente a él. Esta vez hice caso a lo que me pidió.
— ¿Has comenzado a tratar el tema del que te comenté?—comenté con naturaleza.
Rápidamente me fulminó a mí con la mirada.
—Está entre mis prioridades, no te preocupes.
— ¿En qué orden?
Dispuse una pierna sobre la otra en posición de seguridad.
—Mar...—suspiró—. Te prometo que estoy en ello, pero estoy sofocado con tanto trabajo.
— ¿Y crees que yo no tengo más problemas que esto? —alcé una ceja, tentándole a contestarme.
Él soltó un pequeño gruñido cuando me dispuse a colocarme sobre su regazo y entrelacé mis dedos tras su nuca.
—Puede que tú creas que estoy loca, —le susurré al oído—, pero yo necesito coser los labios a un preso antes de que él me joda a mí. —mi voz era dulce y al mismo tiempo sensual.
— ¿Por qué? —quiso saber. No supe a qué se refería. Su camisa azul cielo se arrugó en cuanto pasé mis manos sobre sus pectorales. Sus cejas oscuras se fruncieron.
Solo había una manera de hacerle callar.
Torcí mi cuello y le miré directamente a los ojos como un cordero degollado. Su mirada se ablandó, aunque muchos hubieran dicho que tras esos ojos castaños existiese aún frialdad pura. Nathaniel era mucho más que un iceberg sin descongelar; detrás de toda esa tapadera había una persona que deseaba ser fundido por la llama que todo el mundo anhelaba: el amor.
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Editado: 28.06.2021