Migami

VII.

La Historia De Freneza. Margaret.

— ¿Te crees gracioso?

—No me lo creo, pequeña—sonrió sin un atisbo de humor en su tono—. Lo soy.

— ¿Quién te dijo eso?—resoplé—. Porque el que te lo dijo te quería bien poco.

— ¿No te acabo de decir que no puedo amar? Eso equivale a que tampoco me pueden amar a mí. —Se miró las muñecas que se tornaban un sutil rojo por las esposas. Las movió, divertido, el metal de estas tintineaban entre sí—. Pueden amar mi ironía. Pueden amar mi maldad. Pueden amar cómo les ahorco cuando las follo. Pueden incluso amar mi perversión. Pero nunca, y cuando digo nunca es nunca, podrían amarme a mí. Soy tan sólo la alusión de tu mente. Una fantasía mórbida.

— ¿Tú crees? —repliqué sin mucho entusiasmo.

—Yo no debo creerlo, Margaret Crawthorn—dijo mi nombre como si fuese un insulto que le costase pronunciar. Y dudaba que fuese porque fuese un apellido difícil de enunciar. —. Eres tú la que no debe actuar como ignorante.

—Mi problema aquí, preso de mierda, es que verdaderamente no sé nada.

—Ese es tu primer fallo—me cortó antes de que pudiese articular una palabra más.

— ¿Qué fallo?

—Admitir no saber algo, eso solo te puede dejar en el blanco.

— ¿Y por qué estaría en el blanco? —inquirí.

Él sonrió. Solo me observó, tomando cada detalle de mi cuerpo, de mi ropa, de mi semblante aún confuso. Cuando sus ojos se clavaron en mí, esbozó una sonrisa que me puso los pelos de punta. Sus próximas palabras me quitaron el aliento.

—Así que... ¿jodiendo con el jefe, veo?

Se me cortó la respiración de una vez. Le miré seriamente e hice que no me afectó. Aún así eso no hizo que mis pensamientos con numerosas cuestiones se dispararon a cien kilómetros por horas, golpeando las sienes de mi cabeza.

«Hijo de la gran puta».

—No sé de qué estás hablando—sentí cómo mi lengua se ahogaba en la garganta, dejando entrever una sutil debilidad en mi posición.

Yo nunca actuaba como culpable.

Por eso aún seguía aquí.

—Ah—carraspeó con ironía—, delilik, tus mentiras pueden jugar con muchos pero no conmigo.

— ¡Puedes dejar de llamarme delilik! —le recriminé agotada de que hubiese impuesto un apodo como si fuese un jodido perro al que tuviese que mimar.

—Lo haría, pero solo si me lo pides bien.

— ¿Ahora andamos con formalidades?

— ¿Quién habló de formalidades? —rió—. Quiero que te arrodilles y me lo pidas como se te manda—su sonrisa pervertida hizo que diera un respingo, una corriente eléctrica recorriéndome toda la espalda.

Los recuerdos no tardaron en regresar...
 

***

No era un día soleado. Nunca los eran cuando cosas feas se aproximaban. El tiempo siempre parecía estar acompañando al sentimiento. «¿Estaba todo el mundo sintiéndose igual que yo en aquellos momentos?», llegaba a pensar.

¿Habría alguien besándose bajo la lluvia? ¿Habría alguien que disfrutara del color gris que emanaba del cielo? ¿Había alguien a quien le estuviesen esperando en casa para darle un poquito de amor?

«¿Pasaban cosas buenas en un día sombreado?» Era mi principal pregunta.

Me costaba creerlo, porque para mí, las cosas acompañaban al sentimiento. Nadie podía ver las cosas grises y al mismo tiempo bonito, o eso creía. Nadie podía ponerse feliz viendo como el cielo reflejaba el romperse en dos con los relámpagos.

—¿Tú de nuevo, enferma de mierda?

—Ella me dijo que...

No terminé de contestar cuando me agarró de la nuca y me estampó la frente contra la madera de la mesa, a pocos centímetros de la esquina, que de haberme golpeado allí, me hubiera dejado sin ojo.

Solté un alarido de dolor, un punzante dolor quebrandome la cabeza a niveles que creí que me desfallecerían por el simple hecho de que creía que me explotaría la cabeza. Para mi suerte, solo sería un moratón que me obligaría a cubrir todos los días con maquillaje de mi madre.

—Yo...—tartamudeé.

—Eso te pasa por abrir la boca, enferma. No hacer más que inventar mierda y darla de comer a otros para que te crean. ¡Eres una enferma y una mentirosa! ¿¡ASÍ QUE NI SE TE OCURRA IR CON CUENTITOS A TU MADRE!?

Yo solo asentí.

—Ahora, arrodíllate.

—Por favor...—gemí, con la voz de tan solo una joven de quince años. No tenía fuerza para parar a aquel hombre. O eso me hice creer. Me ceñí a creer lo que me gritaba. Nunca le busqué explicaciones. Él siempre parecía saber más. Yo no se lo iba a desmentir.

Era una enferma, decía, una loca, una creadora de sueños, de fantasías y de mentiras.

Era una mentirosa, algo que no era mejor que ser un asesino.

Era un cuerpo sin vida, sin embargo, él me lo había robado, e igual este insistía en que yo ya había llegado sin él.

Era la muerte, la locura, la excusa perfecta.

Era...

Me jaló del mentón y me hizo mirarle a los ojos. Denoté una pizca de locura. Mi mamá sabía lo que era. El resto de la gente también. Pero el abuso sexual era un tema tabú. Eras la víctima de abusos y eras el que recibías las consecuencias. Aquel hombre de barba reciente, aliento a alcohol y camisas con el aroma a tabaco, apretó su agarre en mí.

Se lamió el labio inferior con la lengua y con la mano libre se deshizo del cinturón. La lascivia en sus actos y mirada me hizo sentir como un objeto. Me hizo abrir la boca como si fuera una muñeca de porcelana manipulable. Me hizo meterme su miembro en la boca hasta lo más hondo posible, consiguiendo que las ganas de vomitar me invadiesen.

Recuerdo las arcadas.

Recuerdo el color blanco de las baldosas del baño cuando me agachaba al retrete.




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