Migami

IX.

La Historia de Freneza. Margaret.

Había muchas maneras de ver las cosas. Sin embargo, mi cerebro gritaba: ¡Me voy a volver loca!

Cheyn Avalor era un manipulador de la cabeza a los pies, pero lo peor de todo, es que sabía hacerlo demasiado bien. Era un puto experto, y sin embargo había caído en sus trampas una y otra vez. Era como un cachorro siguiendo las pistas que iba dejando por el camino. El hambre del animal, era mi hambre por respuestas; y la comida que iba dejando eran las mentiras que me iba tragando hasta llegar al cazador de los caninos.

Sabía que las respuestas no me podían gustar. Sabía de muchas maneras que aquello no iba a terminar bien. Pero si me preguntasen años después de lo ocurrido si me arrepentía,... la respuesta aún seguiría siendo negativa.

«Nunca me arrepiento de mis acciones. Porque estas me llevaron a ser como soy hoy, y eso es una zorra con un corazón de piedra. Así las cosas no duelen, y es lo que siempre he querido.»

Siento que mis sentimientos han cambiado rápidamente de serenidad hasta la incertidumbre y a la pesadilla en cuestión de días. No puedo evitar mirar a hace tan solo veinticuatro horas cuando me dejó con la duda, y me asusto al creer que toda aquella locura me venía reprimiendo tan solo horas.

El día anterior terminé mi jornada por la mañana y enseguida me largué. No quería pasar más tiempo en aquella cárcel. Necesitaba tomarme un respiro y pensar. Me sentía sofocada a pruebas y acertijos. A enemigos que se esconden bajo las máscaras de simples mundanos.

¿Qué pasará cuando haya pasado una semana de infierno? ¿Y un mes? ¿Y quién me dirá que en más de un año no seguiré así? Tensándome a la mínima que dicen mi nombre. Huyendo del resto del mundo cuando veo que se acercan demasiado.

Solo imaginarlo me cabrea y me estresa.

Aprieto mis manos en un puño y camino decidida a mi puesto en el patio exterior, donde lo único que veré serán unos presos jugando al baloncesto con sus camisas amarillas rodeando sus cinturas, y dejando ver sus camisetas de tirantes blancas.

Observo a Sue en posición, los brazos cruzados con las cejas fruncidas y la mirada lo que parece ser perdida del aburrimiento. Me acerco a ella y me deleito de todos los presos yendo a lo suyo. Cuando planto la mirada en el número 89, éste se fija en mí y se vuelve a ir al otro lado del patio, alejándose del preso 75. Sabe que si le pillo hablando con otro sobre liarla en la cárcel, tendrá graves consecuencias, unas que no olvidará para el resto de su existencia.

¿Por qué hacer tales tonterías? Eso es lo que pasa cuando pasas las veinticuatro horas del día entre las mismas cuatro paredes. Quieres hacer algo loco y este preso ya lo había intentado previamente. Para su desgracia, yo tuve la oportunidad de sentenciar su castigo.

Y aunque no lo creas, no soy misericordiosa. Cuando alteras el ámbito de la cárcel abres oportunidades para un intento de fuga, y aquí no estamos dispuestos a que estén con jueguitos. La seguridad de nuestra ciudadanía era nuestra principal prioridad. Ante cualquier intento de distracción había castigos, nada más que decir bastante ilegales, por ende intentamos evitarlos a toda costa. La violencia suele dejarse en segundo plano.

Por esa razón, cuando nuestra cárcel corre peligro de cerrarse, no es por otra cosa que las acciones ilegales con las que jugamos todos las que las coordinamos. Además de que sería Nathaniel el que se llevase gran parte de la culpa y las consecuencias, por aprobar y permitir que se ejecutaran una larga serie de cosas que deniega el Estado Civil, nuestro trabajo estaba en juego.

Nathaniel, al ser el alcaide, atribuía toda la información de valor. Era el que cargaba con toda la presión de que ni una sola huella diese a la posibilidad a abrir un caso en nuestra contra.

Después de aquello, recordé el momento que había tenido con Cynthia. Recuerdo su abrazo y no sé si debería dudar de ella. Siento desconfianza hacia todo mi alrededor y eso añade a mi ya gran temor al exterior.

Tenía ganas de salir de allí, llegar a casa y cerrar la puerta con llave. Quería volver a meterme bajo las sábanas de mi cama y que ahí me estuviera esperando alguien cuyo abrazo me obligue a olvidar mi horrible realidad.

Pero, ¡sorpresa! estaba más sola que la una. No tenía a nadie de mi lado y no creí que lo tuviera en mucho tiempo. El karma, estaba segura, de que se aseguraría de ello.

El simple hecho de morir solo me afectó más de lo que una vez creí.

Había gente a quién se le ofrecía un puesto donde el amor no sobraba, pero tampoco faltaba. A mí nunca me lo ofrecieron. Mi mamá es lo único que me queda... o me quedaba. Tan solo es un ser inerte que me mira con un vacío que ni una sola habitación podría llenar.

Cynthia nunca me había hecho algo para hacerme desconfiar. Y en ese caso, tampoco lo había hecho Nathaniel. Ni Sue, ni Frederick... En ese caso el resto de los policías nunca me habían hecho dudar de su integridad.

¿Y si estaba todo en mi cabeza? ¿Y si Cheyn solo quería jugar conmigo?

No. Si sabía mi nombre, debía haber un cabo suelto. Verdaderamente él sabe más de lo que se deja ver.

Suspiré, cansada, y miré a mi compañera.

—¿De nuevo?

—El jodido preso 89 no hace más que acercarse al 75. Yo creo que se cree que soy subnormal—resopló frustrada.

—¿Quieres que me encargue de darle un toque de atención?—le pregunté, arqueando una ceja y señalando con el cuello en dirección al preso 89.

Ella se llevó una mano al cabello recogido en una cola de caballo y replicó:—Como veas, pero en cuanto te ha visto ha sido como ver una gacela huyendo de la hiena.

Reí ante su comentario y sonreí sutilmente.

Parecía que me iba a tocar poner las manos sucias.

—Me apetece hablar con él, tranquila.—la aseguré, y en seguida me dirigí en dirección al preso.




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