Migami

X.

 

La Historia De Freneza. Margaret.

Siento la vergüenza recorrer en mis venas. Me rebajé hasta llegar a su altura y caí en su trampa. Me odio por ello, y no sé qué hacer para dejar de hacerlo.

«Podrías empezar por olvidar que él no es tu maestro ni tú su sumisa, por ejemplo» me reclamó mi consciencia.

Respiré profundo. Giré mi vista a mi alrededor y observé cómo salían de uno en uno de la oficina del alcaide Nathaniel. Hombres ataviados en trajes elegantes salían en fila de la sala de reuniones.

Era el día tres tras el intento de fuga del preso 273. El día tres en el que mi mente no dejaba de procesar toda la información. Y todas las preguntas sin respuestas, más bien. Andaba buscando en los lugares equivocados. Pero esta vez estaba convencida de que él podía tener algo que ver. Además de que Cheyn había apuntado en su dirección, yo hacía tiempo que sospechaba de sus últimas actitudes en cuanto a mí y el trabajo se refería.

Observé al último hombre con camisa azul y chaqueta remangada hasta el hombro, los brazos en jarra y la mirada concentrada, dirigiéndose hacia Nathaniel, quien escuchaba atentamente a lo que estaba diciendo el hombre. Éste tenía el comienzo de una capa de sudor sobre su frente, el color castaño de sus ojos se tornaban un color miel con el reflejo del foco de luz a pocos metros sobre él.

Vestía una camisa gris oscura y corbata negra que estaba un poco desabrochada, cualquiera hubiera dicho que de estrés o del calor de la habitación. Ambas podrían ser una opción razonable. Sin embargo, la primera optativa ganó en cuanto su rostro se tiñó de un tono lívido cuando las siguientes palabras del que le acompañaban terminaron de pronunciarse. Él asintió levemente, de una manera casi imperceptible.

Finalmente, el hombre apoyó su mano sobre su hombro y le dio un apretón que resultaría ser acomodador si no fuese porque fue el mismo que lo dejó sin las vitaminas de la mañana. Le dio otro sutil golpe sobre el hombre y se despidió. Nathan no contestó, simplemente se ciñó a asentir y tragó saliva cuando éste se largó. En seguida que se dio cuenta de mi presencia en el marco del pasillo, se dio la vuelta, no sin antes hacer un gesto con la cabeza, haciéndome saber que podía cruzar la puerta y cerrarla tras la salida del hombre, quien me sonrió levemente cuando partió de la misma manera que había entrado.

Repasé con la mirada a Nathaniel y me fijé que no tenía ningún parecido a Cheyn. Que su cuerpo se movía rígido y estresado, mientras que el del otro era pasivo y humorístico, sin problemas con la vida que llevaba en la cárcel. Lo cual causaba contrariedad.

Sus rostros eran totalmente contrarios. No en cuanto a belleza, porque ambos eran hombres agraciados. Uno era castaño, con una mirada madura y frígida, y por otro lado, estaba aquel de cabello rubio brillante y mirada salvaje, verde y retadora.

—¿A qué viniste?—inquirió inmediatamente de haber cerrado la puerta.

—A devolverte esto—saqué la tarjeta de mi bolsillo como si de un simple objeto sin importancia se tratase. Este puso los ojos como platos y lució como si quisiera arrancarme la cabeza del sitio.

Sus manos se formaron como puños a ambos lados de sus costados y sus cejas se fruncieron.

—¡¡Estuve toda la jodida mañana buscándolo!!—me recriminó molesto—. ¿¡Cómo se te-

—¿Hay algo más que me quieras decir?—dije entonces, interrumpiendo cualquier intento de discurso lleno de ira y maldiciones y expresiones que únicamente reclamarían mi vida por mis semejantes 'estupideces'.

—¿¡Yo!?—aulló—¿A ti? ¡Estás demente! ¡Eres tú la que debe decirme qué carajos hacías con tarjeta por al menos veinticuatro horas! ¿¡Estás buscándote un despido!? ¿¡Es eso!?

—Podría lucir de esa manera, pero solo quiero respuestas. Y pareces ser el único que pueda dármelas por el momento.—sentencié con simpleza, mi voz no se resquebrajó dejando que la aún mentira saliera de mi boca.

No tenía ni idea de qué sabría, pero necesitaba lucir convencida de lo que decía. La única manera que me creyese sería si supiese que tenía la tarjeta, porque aquella me daba la libertad de pasar por ciertos pasillos y salas que otros policías no podrían.

¿Qué escondes, Nathaniel? Pareces ser una llave que abre la primera puerta donde se hallan todas mis respuestas.

—¿De qué hablas, Mar?—su ceño se frunció, su voz impasible.

—No me mientas.

Relucí la tarjeta en mi mano y él me la arrebato.

—No vuelvas a tomarla sin mi permiso—me regañó.

—Sé lo que hiciste—sus músculos se tensaron y se pararon en sus pasos cuando dije aquellas palabras. Guardaba la tarjeta en el bolsillo interior de su chaqueta cuando levantó la mirada y me fulminó con ella.

—No sabes mierda—me intentó convencer.

—Sé lo que ocurrió, Nathaniel. Esa tarjeta solo me ha ayudado a conseguir las respuestas mucho más rápidamente—empujé mi mentira mucho más allá. Él comenzaba a parecer calar más la mentira, por mucho que no dejara ningún rastro de culpabilidad.

Venga, suéltalo, Nathaniel, le exigí mentalmente.

Este solo negó con la cabeza.

—No sé qué coño crees que viste, pero yo no escondo nada. La próxima vez que hagas esto me veré obligado a despedirte...

—Hablaré—dije entonces.

Quedó delatado por la tensión de su mandíbula.

—¿Hablar de qué, Mar? ¿Que robaste una tarjeta de seguridad a alguien de un rango superior al tuyo propio, eh? ¿Que le pegaste una bofetada al alcaide? ¿Que conseguiste información falsa a través de medios ilegales?—parecía querer dejarme en el blanco.

—No tengo miedo a hablar, incluso si eso me hace aparecer al día siguiente en las noticias porque hayan hallado mi cuerpo en el jodido lago.—escupí, sin un atisbo de miedo en mi comportamiento.

—Sal ahora mismo de aquí. No quiero verte.

—Menos mal, el sentimiento es recíproco—me atreví a pronunciar y en seguida salí por la misma puerta por la que había una vez entrado hacía menos de quince minutos.

 




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