Migami

XIII.

13.

No puedes levantar el infierno con un santo.

 

Margaret.

Mi padre nunca fue un rol a seguir. Es más, era el monstruo de cada una de mis pesadillas. El rostro de amabilidad que poseía era tan solo la máscara que atrapaba a las personas. Como miel a las abejas. 

Sonreía y daba las gracias como un político que tenía que mantener las apariencias alrededor del gentío popular. Los ciudadanos del pueblo eran víctimas de sus falsas actitudes. Mi madre bailaba al son de la melodía que tocaba para dispersar todo el desastre que él creaba. La música decían que era para olvidar lo que les rodea, y él tomó ese privilegio de embriagar a la gente con el sonido de las notas y no verdaderamente mostrando las teclas que tocaba.

Mi prójimo siempre se ataviaba con su chaqueta trajeada y camisa de colores claros. Mi madre había pasado de ser una madre digna a ser una madre con un problema con los narcóticos. Mi padre se alimentaba de crear una imagen para nosotros. Mi madre vivía limpiando los suelos de la casa y llorando por las noches. Mi padre era el rostro de la felicidad y la gratitud y mi madre la excusa perfecta para buscar la pena de un marido con unas necesidades vitales sin cumplir.

Aún recuerdo cómo salía por las noches, sin ni siquiera fingir que iba a por otra mujer que no era mi madre. 

Tenía como diez años la primera vez que lo vi con mis dos ojos entrar con otra mujer por la puerta de casa. Él la tomó del cuello con una fuerza que creí que era de una bestia. Yo jugaba con mis muñecos en el suelo del salón, con una jirafa en miniatura en mi puño y el resto esparcidos por el piso.

La mujer gemía lo que parecía ser placer. Acababan de entrar por la puerta y él la tenía empotrada contra la madera de esta. Mi madre estaba ya dormida por los narcóticos. Siempre que algo la dolía prefería no vivirlo. Si no veía no sentía. Si no escuchaba no dolía. Si lo ignoraba… El dolor seguiría siendo el mismo porque verdaderamente uno no puede ignorar el mundo entero.

Porque este da vueltas. Una, y otra y otra y otra vez. Da tantas que llega un momento que la luz te ciega pero no para siempre.

Siempre iba a escuchar las palabras más temidas del mundo: Ya no te quiero. Ya no te amo. Ya no significas nada para mí.

Mi madre las escuchó, las sintió y las vió en sus gestos hacia ella. Mi padre era un puto descarado. La deterioraba cada vez que entraba por la puerta de nuestra casa con una mujer nueva del pub no muy lejano. Siempre eran… Mentira, ninguna se parecía la una de la otra. Habían aparecido pelirrojas, rubias, morenas, castañas,... De todo. Aunque cuando cumplí los trece la mayoría solían ser de un tono más bien azabache, y cuando no lo eran, podía identificar la bolsa que una vez trajo con él, con trozos de cabello oscuro saliéndose por un lado de la bolsa.

Una peluca de color negro.

No quería saber qué juegos perversos se traía mi padre, pero cuando uno es adolescente, uno se mueve por curiosidad. Sigues las pistas que la gente va dejando sin darse cuenta y descubres que el mundo no era tan lindo e inocente como la vez que jugabas en el suelo con unos muñecos de plástico. Fingiendo que la vida de estos era perfecta. La palabra clave siendo ‘fingiendo’.

Divisé una mochila de deporte debajo de un tabique suelto en el armario de mis padres, bastante visible. El muy bastardo le gustaba restregarle a mi madre el placer por el que pasaba. Cómo pisaba su respeto y su cariño y lo rebozaba en mierda una y otra vez. En el coño de otra mujer.

Saqué la bolsa con cuidado. Mis padres no estaban en casa aquel día. Daniel Crawthorn se encontraba trabajando para luego ir de regreso a su bar favorito donde escoger a su nueva compañera de cama. Mi madre había salido por primera vez en dos meses para comprar algo de comida. Las últimas veces había tenido que ir yo y al menos en tres ocasiones me habían robado el dinero delincuentes de calle. Era darle mi escaso dinero o encontrarme con una navaja en el vientre de regalo. 

Sinceramente, prefería que se llevara mi dinero. Me había acostumbrado a los dolores de estómago ya.

Abrí la cremallera con una lentitud y silencio innecesario. Sin embargo, sentía que el silencio debía ser mantenido aún mis padres no estando en el hogar. Lo único que escuchaba era el viento chocar contra la ventana medianamente abierta de la habitación de matrimonio. Comenzó a llover y por eso las ramas azotaban con fuerza el cristal. Mi respiración se encontraba agitada y mis dedos temblaban porque lo que fuera que mi padre guardara en aquella bolsa no podía ser nada bueno.

Una vez hube abierto la bolsa por completo observé sin aliento los condimentos que lo llenaban. No eran la típica toalla de gimnasio ni botecitos pequeños de champú… Eran esposas, látigos, plugs, una venda para los ojos,... Mis ojos se abrieron como platos porque para la versión de trece años mía todo aquello solo podía dejarme en blanco al mismo tiempo que en medio del sentimiento del terror.

Tomé uno de los objetos de la bolsa en cuanto escuché cómo la puerta de la entrada se abrió con un giro de llaves. Mi madre me llamó por mi nombre y yo no dudé en responder una vez lo guardé bajo la almohada.




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