Epílogo:
Donde sale a la luz un secreto perdido en el tiempo:
San Francisco, California. Miércoles, 7 de marzo de 1996. 8pm (Hora de Estados Unidos).
Daniela apartó la mirada del libro que estaba leyendo, sentada en el alfeizar de la ventana, y se distrajo mirando a través del cristal. Una estrella fugaz cruzó el cielo rápidamente, para perderse en la lejanía. No pidió un deseo, no lo hacía desde que había cumplido los nueve años, cuando pidió un gatito. El gato en cuestión, un persa color crema llamado Aslan, como el león de Las Crónicas de Narnia, estaba enrollado en su regazo… Dormido, para variar.
Claro está, que no lo había obtenido por un deseo. Leo la había escuchado al pedirle uno a su madre por quinta vez en una semana, y se lo había traído de su primera gira por Italia. Una bolita pequeña y cubierta de pelo que había saltado a sus brazos, temblando como una hoja, y se había escondido bajo su camiseta. Cómo su hermano se las había arreglado para pasar al animal por aduana era un misterio que aun para la fecha seguía sin resolver.
Que nunca resolvería, pensó, y apartó la idea de su mente rápidamente, como había hecho cada vez que el dolor anunciaba su amenazante llegada. No era lo correcto, lo sabía, ocultar las emociones y “embotellarlas” para después, como decía Lucas, pero prefería un único ataque repentino, así fuera tan fuerte como una explosión y la dejara incapaz de poder moverse mientras durara, que pequeños pinchazos todos los días, cada vez que una cosa, por más mínima que fuera, le recordara la realidad que evadía.
Acarició la espalda de Aslan, distraída, y cerró el libro, consciente de que no podría concentrarse en su lectura nuevamente ni aunque quisiera. Volvía a contemplar el paisaje a través de la ventana, perdida en sus pensamientos, cuando los vio: Dos personas que se acercaban, bajando la calle rápidamente.
Su rostro se iluminó, reconociéndolos al momento, y se puso en pie de un salto, causando que Aslan se despertara, cayera al suelo, y se marchara en indignados maullidos de protesta.
-¡Lucas! ¡Llegaron!
…
A pesar de que nunca habían estado en Estados Unidos (lo que era una proeza bastante sorprendente, considerando el tiempo que llevaban de trotamundos), con la ayuda de Angel, y un maravilloso invento moderno llamado teléfono celular, habían logrado encontrar en poco tiempo la dirección a la que querían ir.
1605 Wanderer Street, San Francisco.
Y aunque no sabían exactamente cómo buscar el número exacto, cualquier duda sobre la ubicación en concreto desapareció cuando Daniela reparó en su presencia.
La fachada era color crema, entre una casa de ladrillos y una azul, parte de una hilera de casas aun mayor. Sara había dicho que era estilo victoriano; Angel, que tenía entendido sabía de arte, que era más estilo “Reina Ana”…
Y Nicolas, bueno, a él francamente no le interesaba.
Escucharon pasos apresurados, y una figura delgaducha con largo cabello rubio bajó las escaleras a toda prisa, abriendo la reja de la entrada para dejarlos pasar.
-¡No puedo creer que estén aquí! –chilló, casi dando saltos de la emoción. Lucas estaba apoyado en el arco de la puerta, sonriendo. Todavía tenía uno de los brazos en cabestrillo, pero parecía haber ganado más color desde la última vez que lo habían visto.
-Creo que no se habría alegrado tanto si hubiera venido a visitarla Brad Pitt.
Daniela corrió hacia ellos, deteniéndose a medio camino, como si se debatiera entre abrazarlos o no. Finalmente, se dio la vuelta, y miró a Lucas de brazos cruzados.
-¿¡Por qué no me dijiste que venían?!
-Se supone que era una sorpresa –explicó él, sin dejar de sonreír.
Dentro, un pasillo corto llevaba hasta una sala de paredes verde claro, con muebles blancos y una mesita de café. Frente a esta se encontraba la puerta de la cocina, y de ella, llamada por el alboroto, supuso, salió una mujer que era una versión mayor de Daniela, ataviada con delantal y con el cabello sujeto en una alta cola de caballo.
-Mamá -dijo ella-, ellos son Nicolas y Sara, unos amigos.
-Un placer –dijo Sara, sonriendo. Allegra los observó con curiosidad, inquisitiva, como si sospechara que algo en ellos era diferente. Sin embargo, se limitó a sonreír, respondiendo el saludo de Sara.
-Allegra Ollivieri –se presentó- ¿Van a quedarse a cenar?
Siguió una pausa incómoda.
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Editado: 07.11.2019