Millennials: el Club

10. Reencuentro

Llegamos ansiosos al hostel, después de una caminata acelerada desde la salida del metro, descubriendo la maravilla del anochecer parisino, besándonos como adolescentes y recordando la hermosa libertad de no tener obligaciones por delante.

El pasillo de nuestra habitación está vacío y una sensación de soledad impune nos invade. Ni Luciana, ni Eneas, ni nadie más se interpone en este momento entre nosotros dos, solo nuestra propia historia, la verdadera. Nos miramos en silencio, conectando con ese salvaje avatar interior que llevamos dentro; a pesar de que a veces, tome siestas largas tan largas, como las de los osos que hibernan.

Sus azulados ojos son solo fuego ahora. Con ambas manos, me toma la cabeza, besándome hasta quitarme la última gota de aliento mientras empuja su cuerpo hacia al mío, aprisionándolo con toda su dureza. ¡Dios, los besos de Diego siempre fueron su especialidad!

Me estampa contra la puerta, haciéndola sonar como una guitarra hueca y un calor recorre cada recoveco de mi piel, mientras registro intensamente su musculosa e inabarcable espalda. Siento crecer su miembro con fuerza, debajo de sus pantalones negros, haciendo irradiar una brisa volcánica hacia todo mí cuerpo.

Mi corazón se acelera y su respiración se torna profunda. La siento en mis oídos rebotar por todos los rincones de mi interior, disparando mi deseo acorralado con ansias de ser liberado. ¡Ahhh.... siento que desespero!

Un león dormido se despierta sediento y hambriento en Diego. Empuja la puerta con todo el peso de su cuerpo sobre mí y la cierra con una mano firme, mientras que, con la otra, sigue reteniéndome dulcemente, sin cortar el torrente de energía frenética que nos une en este instante. Su actitud me enloquece de repente.

Me alza sobre sus caderas para apoyarme junto al escritorio, que está frente a la cama y mi bolso cae junto a todas sus cosas al piso, dejando la libreta a la intemperie, aunque ya ni recuerdo para que la traje.

Nuestros celulares suenan al unísono, y decidimos hacer caso omiso. Una luz callejera tenue, marca el contorno de nuestros cuerpos en la oscuridad, deleitando con la vista nuestros impulsos.

—No pude dejar de pensar en arrancarte esas medias durante todo el paseo...—Su voz suena con vigor en mi oído, mientras desliza sus manos sobre ellas y siento que me derrito lentamente.

Continúa haciendo presión sobre mis piernas, debajo de mi falda de jean hasta llegar a los muslos. Un escalofrío de placer viaja anticipando el clímax.

—Y yo, en tratar de captar tu atención —deslizo con un hilo de voz.

Un jadeo escapa de mi respiración y las medias desaparecen a la par de un cosquilleo que viaja por mis piernas con el roce de sus dedos.

—La tenías, hermosa, como siempre. —Se oye sensual.

Sus yemas rozan suavemente mis bragas de algodón blanco hasta llegar al centro del placer y tiemblo de espera contenida, de ansiedad a que llegue al único lugar que quiero en este instante. Con las manos expectantes abro la cremallera de su pantalón y su acerado socio emerge entre los bóxeres grises con una fuerza descomunal, luce brillante de la tirantez. Lo acaricio suavemente con la punta de mis dedos, mientras no deja de besarme el cuello y la respiración de ambos se acelera expectante de placer. Toda la humedad de mi cuerpo se concentra en ese pequeño y atesorado lugar a punto de explotar como un geiser.

—Te quiero adentro —suelto mientras contengo a la fiera interior.

Diego entra sin pausa. Sus glúteos me empujan una, dos y tres veces mientras los aprieto con fuerza con mis piernas para que pueda acceder hasta el fondo de mi ser. Grito llena de placer en cada embestida, siento abrirme entera solo para él. ¡Por Dios! Estoy empapada de locura. Continúa moviéndose de a pequeños golpes haciendo sonar la mesa contra la pared, rítmicamente y con embestida me lleva cada vez más arriba en esta escalera de explosiones que siento por todo mi cuerpo.

Un gemido largo, se despide de los labios de Diego, mientras mis ojos se ponen en blanco y una bengala viaja desde mí entrepierna hasta el hipotálamo explotando en cada rincón.

Las luces de París que entran por la ventana alardean de su existencia en la ciudad del amor y nos enseñan que solo somos dos almas encendidas, sumándose a esa magia titilante, que la hace ser la metrópolis más encantadora del planeta.

Algo que creía escondido o perdido, comienza a brillar también, a la par de ésta iridiscente ciudad y nos fundimos en un abrazo eterno, con el sonido de nuestros celulares de fondo.

 




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