—Estas serán sus estancias —anunció Cecil, con una frialdad burocrática—. Su Majestad el Rey ha decretado que, por su seguridad y la del… —miró su vientre plano y sin señales de un eminente embarazo—niño, permanecerá aquí hasta que la situación se aclare. Se le proporcionará todo lo necesario.
Bess recorrió la habitación con la mirada. Sedas, tapices, una cama mullida. El confinamiento continuaba, solo que el hedor a podredumbre había sido reemplazado por el perfume de las flores marchitas.
—¿Aclarar? —preguntó Bess, por primera vez, su voz recuperando algo de su antigua acidez—. ¿Qué hay que aclarar, Lord Cecil? ¿Mi inocencia o la paternidad de mi hijo?
Cecil no se inmutó.
—La legitimidad del heredero, Majestad. Y la suya para actuar como Regente, si fuera necesario. El Consejo Privado tiene… preguntas.
—Que las formulen, entonces.
—Lo harán —aseguró él, haciendo una breve reverencia—. Dispondrá que una comadrona la examine para confirmar su estado. Diariamente.
Aquí, los barrotes eran las miradas de desconfianza, susurros en los pasillos, la sombra de la guillotina reemplazada por la del verdugo silencioso del veneno o el "accidente". Y ahora, además, tendría que soportar las manos frías de extraños sobre su vientre, verificando su moneda de cambio.
—Exijo ver a Edmund.
—Lo hará. En su momento.
Cecil se retiró, dejándola sola. Bess se acercó a la ventana. Desde allí no se veía el mar, ni los muelles, solo los jardines geométricos del palacio.
—¿Qué hiciste, Bess?—se preguntó con ironía.
Puso las manos sobre su vientre, donde comenzaba a gestarse no solo un heredero, sino su venganza.
—¿Estás listo? —murmuró, mirando el jardín perfecto e inmutable—. Veremos si le gusta la sorpresa que tú y yo le vamos a dar a tu padre.
Bess salió de sus aposentos, rumbo a cualquier lugar. Se le antojaba —no comida— controlar, ordenar, supervisar como tanto le encantaba.
El aire abajo era denso y caliente, y lleno de cuchicheos.
—¡No te quedes ahí plantada, muchacha! —rugió la cocinera jefa, una mujer ancha como una barrica cuyo delantal blanco era un mapa de batallas libradas con salsas y grasas—. ¡Las cebollas no se pican solas! ¡Y que los trozos sean finos, que a Su Majestad no le gusta encontrar grumos! —La manera en que dijo "Majestad" sonó a burla, y una risotada general recorrió la mesa de picar.
Elara asintió, ruborizada, y se apresuró a tomar un cuchillo. Se colocó junto a una lavandera de manos encarnadas y un joven pinche de cocina con una sonrisa burlona.
—Oye, la nueva —susurró el pinche, sin apartar los ojos de las patatas que pelaba—. ¿Es cierto que la Reina te ha hecho limpiar sus aposentos tres veces? ¿Que dice que huele a… a marisma?
La lavandera soltó un resoplido.
—Marisma, dice. Mi hermana, que servía en sus habitaciones, dice que es peor. Y que hasta habla sola.
—Mi primo, que es guardia en el ala norte, juró que la vio pasearse por el jardín de lunares con la luna llena antes de encarcelarla—añadió el pinche, bajando aún más la voz—. Descalza. Y que su piel… brillaba.
Elara sentía un nudo en el estómago. Quería defender a la Reina, a la mujer pálida y de mirada intensa a la que antes y ahora servía, que a veces la miraba con una curiosidad que no era cruel. Pero las palabras se le atascaban en la garganta.
—No digáis tonterías —logró articular, concentrándose en las cebollas hasta que le lloraban los ojos—. La Reina está encinta. Es normal.
—¿Normal? —la cocinera, que había estado escuchando mientras probaba un caldo, se giró con una cuchara de madera goteando en la mano—. ¿Llamas normal a que beba agua salada como si fuera vino? Eso no es de preñadas, muchacha. Eso es de… otra cosa.
—La Mistress Higgs dice que es el demonio —dijo la lavandera, casi en un susurro—. Que el hijo no es del Rey. Que no puede serlo.
—¡Calla, necia! —le espetó la cocinera, pero sin verdadera fuerza—. No llámese al diablo en mi cocina. Pero… —añadió, con un deje de morbo—, es raro. El Rey no la visitaba. Aun la evita. Tiene cara de susto, dicen los que le sirven la mesa.
El pinche soltó una risita.
—A lo mejor el retoño viene con cuernos. ¡El pequeño Luci! —dijo, riendo de su propio chiste.La palabra cayó en la cocina como una piedra en un estanque. El pequeño Luci.
Elara vio cómo se instalaba en las mentes, cómo les gustaba el sonido, lo gráfico que era.
—No digas eso —suplicó Elara, sintiendo una punzada de verdadero pánico—. Es el heredero del Rey.
—¿Ah, sí? —la cocinera se encogió de hombros y volvió a sus fogones—. Pues por cómo van las cosas, ese heredero va a tener más de demonio que de Plantagenet. Y una reina que da a luz a un diablo no se sienta mucho tiempo en el trono, te lo digo yo.
La campana que anunciaba que la comida debía ser llevada arriba sonó, salvando a Elara de tener que responder. Recogió la bandeja con manos que le temblaban levemente. Mientras ascendía por las escaleras de servicio, los susurros la seguían como una sombra.
Al entrar en los aposentos de la Reina, el contraste fue brutal. El silencio. El aire, limpio y perfumado con hierbas secas. Bess estaba de pie junto a la ventana, mirando el mar. Ni siquiera se volvió cuando Elara dejó la bandeja sobre la mesa.
—Majestad —murmuró Elara, haciendo una reverencia—. Su… su almuerzo.
Bess se giró lentamente. Sus ojos, esos ojos que lo veían todo, se posaron en ella. Elara sintió que podía ver los cuchicheos pegados a su delantal como motas de suciedad.
—Elara —dijo la Reina, su voz suave—. Pareces alterada. ¿Pasa algo en las cocinas? ¿El calor te ha sofocado?
—No, Majestad. Todo está bien —respondió Elara, demasiado rápido, bajando la mirada hacia la alfombra persa.
—Me alegra oírlo —Bess caminó hacia la mesa y tomó una uva del plato, pero no se la comió. La rodó entre sus dedos—. Porque a veces las cocinas pueden ser un hervidero. De… palabras. Palabras que se cuecen a fuego lento y que, si no se vigilan, se queman y amarga todo el guiso.