El día es muy bonito para visitar un lugar tan gris como el cementerio.
Al menos eso pensé cuando salí de mi casa. Irónicamente, el cementerio del municipio de Victoria, al oeste de Georgina, es un lugar igual de bonito que el día mismo. Como es nuevo, considerando que es un cementerio —cinco años desde que fue construido—, alberga una cantidad bien distribuida de homenajes a los que duermen aquí. Parece una plaza, pues tiene en el centro una fuente y esta dividido en cuadrados con caminos entrelazados para moverte por todo el terreno sin que debas pisar el pasto.
—Es extrañamente agradable —comento cuando entramos.
—Está lleno de flores —me dice. Toma mi mano—. Cada vez que alguien nuevo es enterrado, siembran un arbusto de flores en su nombre, justo sobre la tumba, por eso no hay mucho cemento por aquí
—Eso es un lindo detalle —opino.
Adentrándonos más en el cementerio, puedo observar lo que Ian recién dijo. Cada tumba, que consta de la típica piedra con un epitafio, tiene sobre donde se ha enterrado la urna arbustos de diferente tipo y tamaño creciendo. Tal vez por ello no venden flores, que eventualmente se van a marchitar y tendrán que cambiarlas por otras. Además, la idea de que cada muerto tiene un arbusto tan bonito creciendo es algo poético, como si, en lugar de pensar en la muerte como algo oscuro y triste, nos diera una vista más natural, pacífica y hasta agradable; no te inspira miedo o dolor. Me pregunto si esa idea tenían los que fundaron este lugar. Si es así, acertaron.
Luego de pocos minutos caminando, Ian se detiene enfrente de una tumba con un arbusto de rosas amarillas silvestres. La piedra reza:
''En memoria de Samuel Valley
2000-2017
Fuiste alegría para todos los que te conocieron,
y te recordaremos siempre por eso''
Ian se le queda viendo con una expresión que nunca había visto en su rostro, una mezcla sorprendente de cariño, dolor y nostalgia. Esa cara con la que miras algo que sabes que no volverá, y lo entiendes.
El cementerio tiene tumbas tan alejadas unas de otras, que cerca de nosotros no hay prácticamente nadie.
—Es tonto, pero cuando vengo a visitarlo le hablo —admite Ian sin mirarme, sigue con los ojos pegados en el arbusto—. Converso de cómo me va en la vida y cosas así.
Se sienta en suelo donde estamos parados y sigue sin quitarle la vista de encima al arbusto.
—Es extraño —continúa—. Pensar que mi amigo de toda la vida acabó enterrado aquí a los 17, y que él sabía que sería así —dice en voz alta.
No sé muy bien qué decirle en este momento. ¿Es mejor dejarlo solo? ¿O debería hacer algo? Nunca había ido antes a un cementerio a visitar a alguien, ni a mi abuela, pues a ella la enterramos en la ciudad donde nació, muy lejos de aquí, así que esta situación es ajena a mí; pero no es ajena a Ian, y él seguirá viniendo porque, aunque lo haya superado y esté avanzando, nunca olvidará a su amigo.
—Hola, Sammy —suelto, sentándome junto a Ian—. Es un gusto conocerte al fin —Ian me mira, tiene los ojos algo aguados, más levanta las comisuras de los labios—. Ian me ha contado un montón de ti. Me dijo que eras alguien increíble, y que vivió contigo cosas grandiosas —es extraño hablarle a alguien al que jamás vi, y aun así siento la necesidad de seguir haciéndolo—. Él me hace muy feliz, y quiero pensar que yo también a él.
Ian me toma la mano y con la que tiene libre seca sus ojos.
—Sam, ¿recuerdas que una vez dijiste que con mi actitud de porquería jamás conseguiría una novia? —pregunta al chico ausente—, pues, estabas equivocado, idiota. La tengo, y es tan asombrosa que está dispuesta a venir a un cementerio a hablarle a un arbusto —dice, apretándome la mano y soltando una risita—. Me pregunto si eso del efecto mariposa es real, y si tu suicidio acarreo a que mis padres decidieran mudarse, y así terminara conociendo a Miranda —mis ojos se comienzan a llenar de lágrimas—. Es horrible pensar en eso, y en cómo todo podría ser distinto si no lo hubieras hecho; pero lo hiciste, y te odio por eso —vuele a reír, esta vez con algo de ironía—. Y odio que no importa cuánto quiera odiarte, no puedo.
Siento como Ian se deshace poco a poco, así que me acerco más a su cuerpo y dejo que se recueste en mi hombro. Acaricio su cabello y no me quito de ahí hasta que él decida que quiere levantarse.
—A veces quiero pensar que es mentira, que en realidad no se suicidó —dice—. Me hace sentir que tuve que notarlo, que pude haber hecho algo, y no lo hice.
—¿Sabes por qué decidió hacerlo?
—Algo así —responde—. Le dejo una nota a sus padres, dijo que su mente estaba dañada, y que no lo soportaba. Jamás habló de ello, ni siquiera había sospechas de qué le podía estar ocurriendo.
—Entonces no es culpa de nadie. A veces las personas creen que están solos en sus problemas, y se encierran en ellos sin buscan ningún tipo de ayuda —le tranquilizo—. Quienes no pasamos por ello se nos hace difícil comprenderlo, mucho más notarlo. El si pudiste o no hacer algo es igual que pensar en cómo serían las cosas si él siguiese aquí. Sucedió, y estoy segura de que Sam no quería que te culparas por ello —concluyo.
Se crea un largo silencio que no pretendo romper. Por más que la vida de Ian haya cambiado desde que llegó a la residencia, y que por mi insistencia le he hecho vivir momentos gratos desde la partida de su amigo, su situación no se parece en nada a la que viví con mi abuela, no es algo que aceptes con facilidad y puedas vivir con ello comprendiendo que así debía pasar en algún momento.
Ella murió por una enfermedad, Sam murió porque quería morir. Yo hoy en día la recuerdo por su alegría, Ian no puede pensar en él sin preguntarse qué pudo hacer para evitar que su amigo decidiese quitarse la vida. Clare se fue de este mundo sin planearlo, pero de forma comprensible; Sam se fue dejando nada más que preguntas que nunca obtendrán una respuesta diferente a la que haya puesto en la carta que les dejó a sus padres.