Tenía 3 años y era una niña de rubios cabellos ralos cuyo vestido rosa había conocido tiempos mejores. Era una tarde de domingo y mi madre nos había llevado a una pequeña feria que estaba en el centro de la turística ciudad de Cancún. El bebé dormía satisfecho en sus brazos. Mi hermano mayor, quien a sus 5 años tenía por obligación sujetar mi mano, señaló boquiabierto la rueda de la fortuna la cual, desde nuestra estatura, alcanzaba dimensiones descomunales. Cuando me cansé de seguir con la mirada la trayectoria circular del juego mecánico, volteé y me encontré sola. Una alarma se prendió en mi tierna conciencia y me indicó que debía llegar a casa para ponerme a salvo. Los niños de antes éramos diferentes, no llorábamos por nimiedades y teníamos el instinto despierto.
Caminé por la interminable Avenida Tulum y sólo la atravesé cuando estuve segura de no ser arrollada por los vehículos que la transitaban. Mi casita estaba en una zona baja y desde la altura de la calle vi el candado plateado que indicaba que mi madre no había llegado.
Antes de alcanzar el ansiado objetivo, una bondadosa vecina bajó alarmada de un taxi y me interrogó mientras me hacía abordarlo. Algunas cuadras adelante, vimos venir a la joven Tomasita con los hombros caídos, agarrando fuerte a los dos hijos que aún tenía con ella. Escuché a ambas agradecer al creador pero mi interés estaba puesto en la sombra de ojos verde que manchaba los párpados y mejillas de mi mamá.
¿Qué pasaba por mi cabeza mientras caminaba a solas? Creo ahí surgió la primera historia. No sé si la imaginé o en realidad sucedió.
–No temas pequeña, te conduciré a casa –me dijo por telepatía y caminó a mi lado. Era una gata de pelaje negro brillante y rasgados ojos amarillos.
No sabía que los animales pudieran hablarme pero supuse que los gatos de Cancún eran diferentes a los de Oaxaca.
–Cuéntame lo que pasó –me pidió entrecerrando sus ojos.
–Se perdió mi mamá, estaba a mi lado cargando al bebé. Mi hermano me soltó para enseñarme un juego gigantesco que se llama rueda de la fortuna. Me gustaron los colores y quería subir pero quedé sola. Debo llegar a casa.
Caminamos por la larga avenida Tulum y cada que se untaba en mis piernas me guiñaba un ojo.
–Mira, ahí está tu casa, el candado plateado está en la puerta así que no han llegado.
– ¿Te puedo llamar Natiguligunaculicu? –le pregunté.
–Claro, es un honorable nombre para mi misión. Me tocó ser tu ángel guardián. Debo marcharme porque alguien te llevará en este momento con tu mamá. Recuerda esto, para hablar con los animales debes verlos a los ojos y ellos te darán mensajes.
– ¿Volveré a verte Natiguligunaculicu?
–No.
Adriloch