Mitos y Leyendas

La Puerta del Cementerio - Atalanta

Mi nombre es Eridania y soy de República Dominicana. Aparezco en Litnet con el seudónimo de Atalanta. Me encanta leer y escribir. Mis géneros favoritos son la fantasía y la aventura, pero también escribo cuentos de corte social y novelas románticas. En Litnet he publicado: Secuestrada y otros relatos, Crónicas Épicas: Leandra, Mi Nueva Vida, Reina Mía y Divina Tentación. Espero disfruten del siguiente relato.

La Puerta del Cementerio
Por Atalanta

Todos los familiares y vecinos estaban en la casa de los Martínez. Unos lloraban, otros tenían miradas tristes y otros sólo cuchicheaban entre sí. Edelmina Sánchez de Martínez era la que más sufría, pues su compañero de cuarenta años, estaba en el lecho moribundo, exhalando su último aliento.
Un grupo de personas, entre familiares y amigos, estaban alrededor de la cama donde agonizaba Lucrecio, orando y pidiendo a Dios por el alma de este cristiano. Pero el destino de este hombre era inevitable. 
El momento había llegado, el alma de Lucrecio estaba por abandonar su cuerpo, y entonces, sintió miedo y con las pocas fuerzas que le quedaban, dijo mirando a Edelmina con ojos suplicante:
—¡Ven conmigo, Edelmina! ¡Ven conmigo! Si no me voy contigo no descanso en paz. ¡Ven por favor!… no quiero estar solo…
Edelmina no pudo soportar el sufrimiento de Lucrecio y le respondió:
—Si, Lucre, yo me voy contigo.
Entonces, en su pálida cara, una leve sonrisa se asomó y en unos segundos su cuerpo dejó de resistirse y era como si durmiera plácidamente…
Días de dolor se apoderaron de esta familia, sobre todo de aquella mujer, que se quedaba sola sin su esposo, ya que los tres hijos que procrearon tenían esposas e hijos que cuidar. Pero ella qué podía hacer, sólo llorar y recordar los momentos tan felices que pasó con él.
Pasó el novenario y dos o tres días después los hijos de Edelmina se fueron a sus respectivas casas y familias, quedando esta triste mujer sólo en compañía de un gato llamado Manchas.
Era de noche y Edelmina estaba dormitando en una mecedora, mientras acariciaba al felino lleno de manchas blancas en su pelaje negro. De repente, ella sintió una brisa helada que estremeció su cuerpo y al mirar a su alrededor ¡lo más extraño! Todas las ventanas y puertas estaban cerradas; pero ella no le dio importancia a esta tontería…
Edelmina echaba de menos a su esposo y vinieron a su mente un repertorio de recuerdos. Se levantó. Fue a su solitaria habitación y de una pequeña mesita de noche sacó un antiguo y viejo álbum de fotos. Se acomodó en la cama, y con cierta nostalgia empezó a hojear el valioso recuerdo. Vio algunas fotos de familiares; pero se detuvo en las de su matrimonio con Lucrecio, especialmente en una en la que estaban sólo ellos dos, él con su traje negro y corbata y ella con su vestido blanco y su velo. Lucían tan alegres. Los años que pasaron juntos estuvieron llenos de tantos gozos. 
Aquella  mujer no resistió más. Sentía que una daga perforaba su corazón y lo rebanaba en dos. Lloró amargamente. Y deseó con todas sus fuerzas que su amado estuviera allí con ella.
Entonces sintió un intenso frío, que percibió hasta el tuétano de sus huesos y escuchó que el gato chillaba desesperado como si alguien lo atacara. Edelmina salió de la habitación a toda prisa y al llegar a donde se oían los gritos vio a Manchas acostado mansamente sobre el cojín de una mecedora. Al ver esto Edelmina quedó petrificada y un escalofrío recorrió todo su ser. De pronto, una voz fría y lejana, la llamó. 
—Edelmina… Edelmina…
—¿Quién me llama? ¿Quién está ahí? —preguntó aterrada.
Al decir esto, vio aparecer ante sus ojos a su querido Lucrecio, pálido y fantasmal. ¿Cómo era posible? se preguntaba. Pero sí, ahí estaba, como si no hubiera muerto y aquel acontecimiento sólo haya sido un horrible sueño.
—¡Lucrecio! —exclamó—. Pero tú… tú… te moriste.
—Si, Edelmina, yo estoy muerto, pero he venido por ti. Tú me lo prometiste… —dijo tendiéndole la mano.
En ese momento aquella mujer volvió atrás y recordó la promesa que le había hecho a su esposo un instante antes de que muriera. Ahora, Edelmina se encontraba confusa. No sabía qué hacer. Pero en el fondo ella quería acompañarlo. Así que después de dudarlo por un segundo, le dio la mano y como dentro de un trance, lo siguió.
Ella se sentía alegre y aterrorizada a la vez. Alegre porque iba a estar por siempre con Lucrecio y aterrorizada, ya que no sabía a dónde él la llevaba; pero pensaba que su esposo nunca le haría daño y no había por qué temer...
Las calles estaban oscuras. No había nadie. Debían ser alrededor de la 1:00 a.m. Caminaron un buen rato y cuando Edelmira reaccionó estaban frente a la Puerta del Cementerio, que estaba de par en par como si los estuviera esperando. Era una puerta imponente, con el arco pintado de blanco y los barrotes de negro, y tenia un letrero pintado en oro que decía: “Acrópolis San Pedro Apóstol”. 
Lucrecio se detuvo antes de entrar y volteó para ver a su esposa y le dijo:
—Esta puerta es la que conecta el mundo de los vivos y los muertos, después que la traspases no podrás salir jamás, estaremos juntos por siempre. ¿Aceptas?
Ella no lo pensó y asintió con la cabeza. Parecía hipnotizada, estaba fuera de sí, como si una fuerza extraña la gobernara quitándole toda la potestad. Por su mente sólo pasaba el deseo desesperado de no estar sola, de permanecer para siempre con su amado esposo.
Juntos entraron por aquella Puerta, que se cerró tras de ellos. Caminaron hasta llegar hasta una tumba con flores mareadas por el sol, que tenía una inscripción que decía: “Aquí yace Lucrecio Martínez 1930 – 2000”. Entonces, aquel espíritu soltó la mano de la mujer y se acostó frente a la lápida diciendo: 
—Sígueme…—. Y lo vio desaparecer.
Edelmina se preguntaba cómo lo haría si no podía traspasar la tierra, así que con cierta ansiedad y desesperación, se arrodilló y con sus propias manos comenzó a cavar. Lo hizo por horas. Estaba decidida a ir de tras de él. Por fin, llegó hasta donde estaba el ataúd. Lo abrió y allí se encontraba el cuerpo de su fallecido esposo, quieto y frío; extrañamente no expedía el olor propio de los muertos, estaba en perfectas condiciones.  
De repente, aquel cuerpo inmóvil abrió los ojos y le dijo extendiendo su mano derecha:
—Edelmina, ven junto a mí.
Ella no lo dudó y entró al ataúd, acostándose sobre él. Y en ese momento la tapa se cerró y todo quedó a oscuras, y entonces percibió cómo la tierra caía sobre el ataúd misteriosamente hasta dejarlo totalmente cubierto.
Edelmina se dio cuenta de todo esto y un terror desesperante se apoderó de ella. Y de pronto un olor fétido, proveniente del cadáver, invadió todo. Entonces, sintió que miles de bichos rastreros recorrían su cuerpo y con el tacto pudo adivinar que eran gusanos pertenecientes al descompuesto cuerpo de Lucrecio. Edelmina estaba nerviosa, lloraba, empezaba a despertar de su trance y a darse cuenta en el aprieto en que estaba y comenzó a gritar con frenesí; pero nadie podía escucharla en la tumba que compartía junto a su esposo…
Al amanecer, una vecina, preocupada porque la puerta de la casa de Edelmina estaba abierta y no se veía a nadie, la encontró sin vida sentada en una mecedora viendo una fotografía de Lucrecio y ella el día de su boda. Y aunque su cuerpo se veía con débiles signos de vida, ya no tenía alma, pues ésta permanecía en el mundo de los muertos con su esposo Lucrecio, juntos para siempre… 
 




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